En la oscuridad de la noche húmeda del norte español, nadie puede oír unos gritos. Eso lo sabes bien porque no te está permitido gritar. No te está permitido comunicarte como siempre lo haces. No te está permitido pensar por ti misma. Si quieres hacerte amiga de los malos, tienes que pensar como ellos, actuar como ellos y, si es necesario, matar por ellos. Ése es el peligro de una infiltración en una organización terrorista que no dudaba en contestar al estado español con un tiro en la nuca o con una bomba debajo del coche. Nadie sabe lo que es vivir tan al filo que simplemente llamar al gato por su nombre puede ser un signo inequívoco de traición. Y cuando los etarras se han sentido traicionados, no han tenido ningún problema en sentenciar a muerte.
A menudo, olvidamos los años de plomo, los terribles asesinatos que un día y otro también se cometían en nombre de una Euskadi supuestamente libre en la que ellos soñaban con implantar un estado de corte marxista-leninista. Por supuesto, si caían en manos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, esperaban un trato civilizado. El mismo que ellos daban. Es así de sencillo. Si la guerra es sucia, hay que ensuciarse las manos. Si el pánico se apodera del día a día, entonces no queda más que agarrarse a las puntitas de la esperanza en un ambiente que podría ser hermoso y no es más que un hervidero de odios y rencores. Para destruir al león, hay que meter la cabeza entre sus fauces y, a ser posible, sin que él se dé cuenta. Y si hubo guerra aún más sucia, ahí es donde la democracia debe jugar sus bazas.
Se han leído y escuchado muchas voces a favor y en contra de esta película de Arantxa Echevarría. Normalmente, en ambos casos, suelen ser voces poco autorizadas, voces que no han vivido con el miedo a cuestas y que romantizan la lucha de una banda de asesinos que no tuvieron piedad con nadie, ni con los que la merecían, ni con los que no. Sin embargo, no se puede negar la valentía de la directora y de los responsables de la producción en adentrarse en este heroico intento de infiltración por parte de la única mujer policía que consiguió ganarse la confianza de algunos de esos asesinos. Nadie ha caído en algo tan básico como que esos asesinos de pistola rápida y huida fácil utilizaban a las mujeres como criadas a su servicio que, de vez en cuando, también tenían que satisfacer otras necesidades más primarias por el bien de la revolución. Esto es algo que se apunta en esta película. Y hay que poner en su justa medida un trabajo tan arrojado como el de Carolina Yuste y unas interpretaciones tan contenidas y colocadas como las de Luis Tosar o Víctor Clavijo. Por supuesto, Diego Anido también da el tipo de etarra despreciable y sanguinario, sin ninguna atadura moral más que el deseo de trepar y mandar sea al precio que sea.
El resultado es una película llena de tensión, con situaciones que siempre agarran el corazón y lo estrujan al máximo para delatar las dificultades de una infiltración secreta en la que, haciendo verdad una denuncia bastante añeja, la Policía Nacional y la Guardia Civil no compartían información en la lucha antiterrorista. El mérito de Arantxa Echevarría es el manejo de un reducido espacio escénico, concentrado en el apartamento de la agente infiltrada y en el operativo de vigilancia desplegado, con una agilidad encomiable en cada una de las situaciones planteadas. Incluso cuando muestra el lado más humano de los asesinos se intuye una cierta sensación de desasosiego que puede ser, muy fácilmente, la misma que experimentaba esa chica que debió de sentirse muy sola en las largas noches de lluvia continua y valentía consumida mientras pensaba, como algunos de nosotros, que una idea es demasiado débil si, para hacerla triunfar, se necesitaba de la fuerza.
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