En 1964, un golpe de estado militar en Brasil derrocó al entonces presidente Joâo Goulart por sus evidentes intenciones de escorarse hacia la izquierda en sus relaciones internacionales. En 1969 se recrudeció la represión y comenzaron las desapariciones sin ninguna razón más que la lejana sospecha de izquierdismo aunque fuera levemente moderado. Imagínense. Un hombre que cinco años atrás formó parte del Congreso del Brasil en las filas del Partido Laborista, lleva una vida feliz, con una casa casi en primera línea de la playa de Copacabana en Río de Janeiro. Una esposa inteligente y entregada. Unos hijos maravillosos. Un día, unos hombres llegan y se lo llevan. No se sabe nunca nada más de él. ¿La acusación? De su casa han entrado y salido personas que puede que tengan alguna relación con la oposición. Eso es todo.
No, no lo es. Cuando se lo llevan. Su mujer se queda al cuidado de todo. No tiene acceso a las cuentas corrientes. Debe hacerse cargo de cinco hijos. Tiene que luchar contra los poderes establecidos que niegan por activa y por pasiva haber hecho algo con el marido. Y ella lo hace desde la serenidad, sin levantar una palabra más alta que la otra. Con seriedad. Con sufrimiento. Un sufrimiento que lleva en absoluto silencio para que los hijos no sean arrastrados por la desgracia. Acude a amigos. Unos la ayudan. Otros, no. La prensa. La denuncia. Esto no se debe olvidar. Sin ira. Sin descanso.
Walter Salles dirige con muchísimo acierto esta película que se puede dividir en tres partes. Una primera en la que se nos dibuja un cuadro costumbrista sobre cómo era la vida de una familia de clase media en Brasil en los setenta. Es muy reconocible. Es verdadera. Una segunda en la que el terror se apodera de esa familia mientras trata de recuperar una normalidad que ya no existirá nunca más. Es descriptiva en esa resistencia natural, sin aspavientos, pero sin parar. Una tercera, casi epilegómena, en la que se establece un paralelismo entre la memoria personal y la colectiva. El maldito Alzheimer puede aquejar también a toda una sociedad que se ha dejado asentar en la democracia y en la que demasiados crímenes comienzan a ser olvidados. Es sincera. Es emocionante.
Fernanda Torres, en la piel de esa madre de indudable clase, que lo expresa todo en la mirada mientras no se detiene ante nadie, que sigue hacia adelante a pesar de que todos los indicios apuntan hacia la derrota, realiza un grandísimo papel porque, en su contención, tiene que expresar todos los sentimientos que se agolpan uno tras otro en cada uno de sus hijos, aterrorizados y expectantes ante un futuro que se presenta amenazador y vacío. Además de ello, tiene que conjugar los de su propio personaje, Eunice, una mujer valiente que batalló hasta el final con la mirada de quien se sabe con la razón mientras todos sus recuerdos, sus felicidades y sus anhelos se quedaban enterrados en algún lugar de su memoria y de su intención. En algunos momentos, Fernanda Torres llega a ser vibrante en su interpretación, inteligente en su exteriorización, tremenda en su significado. Sabe dónde puede llegar con cada uno de sus movimientos. Sabe dónde puede doler con cada una de sus miradas.
Así que no, no hay que olvidar. Porque mientras no olvidemos, seguiremos estando ahí. Testigos de algo que ocurrió ante nuestros ojos y entre nuestras carnes. Y hay que decirlo para que no se vuelva a repetir, para que no se vuelva a dar esa insultante falta de preocupación por el prójimo, por mucho que no comparta las mismas ideas. Esto es muy ingenuo, lo sé, pero me gusta pensar que lo digo en letra alta.
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