Puede que, en algún momento, un abogado crea que su defendido en un proceso penal sea inocente. Y que lo crea firmemente. Al fin y al cabo, ha podido comprobar que es un hombre que no ha tenido demasiada suerte en la vida y que es un querido padre de familia que se ha preocupado siempre por el bienestar de sus hijos. Quizá el abogado ya esté en la recta final de su carrera y quiera luchar por algo justo, para variar. Para ello, hará lo imposible para conseguir la absolución de su cliente en un caso que ha aceptado del turno de oficio para hacer un simple favor. La alienación está ahí mismo y llegará un momento en el que sólo sea capaz de pensar en los modos posibles de salvar al acusado. Aunque, incluso, se arriesgue a bajar los peldaños de la ética más reprochable.
Intentará interrogar a los testigos disponibles con cierta insistencia, sin caer nunca en la agresividad. Tratará de poner los acentos en la situación familiar de un hombre que está imputado por el asesinato de su mujer, pero las circunstancias no son nada claras porque fue ayudado por un íntimo amigo que, a buen seguro, fue de quien partió la idea. El abogado, realmente, piense que ese hombre de mirada mansa y ademanes tranquilos, no posee demasiada personalidad y se ha visto arrastrado por una ocurrencia loca cuando podía haber tirado por la vía del divorcio rápido. Ella era una alcohólica confesa que desaparecía de su casa cada vez que llegaba al final de una botella. Él no tiene culpa de nada y la ley no puede pasar desapercibida ante todo eso. El individuo en cuestión tiene que ser inocente. No cabe otra posibilidad.
Daniel Auteuil se ha puesto en esta ocasión tanto delante como detrás de las cámaras para poner en escena un proceso que, en algunos pasajes, llega a ser tan absorbente como la entrega que pone en práctica el abogado que él mismo interpreta. Su dirección es sobria y en su interpretación hay un acierto que resulta muy convincente y es la evidente fragilidad de su personaje bajo una apariencia de seguridad propia de un letrado de éxito y fama. El resultado es bueno, sin llegar en ningún momento a lo sublime, con un par de giros que hacen que la trama encaje porque todo se esconde detrás de las buenas intenciones de un abogado que cree en la ley y en el esfuerzo, algo que no es muy común entre muchos litigantes.
Así que hay que ponerse en la piel de este penalista que trata de hacer lo mejor para, al final, tener una cita con la devastación de un destino que se ríe de él hasta límites insospechados. No cabe duda de que Auteuil se ha subido al carro francés abierto por Anatomía de una caída, mostrando las entrañas del sistema judicial que, inevitablemente, muestra sus costuras debajo de las togas. El suspense gira en la estimación o desestimación de sus alegatos y, por supuesto, en la verdad de todo el caso que parece algo pedestre y es más intrincado de lo que parece a primera vista. Los engaños existen, igual que las sinceridades. Y no habrá oportunidad para lanzar a su señoría una última protesta por la inutilidad de una ley que también parece ahogarse en el fondo de una botella con su cristal esmerilado.
En el fondo, las deliberaciones de un jurado pueden ser tan peregrinas como inesperadas. Las peticiones de comparecencia corren el riesgo de ser vetadas por puro cariño. La obsesión se instala. Y esa mirada que, al principio, parece tan experimentada y segura, se vuelve abismalmente inquieta, desolada y con ese punto en el que se piensa que nada sirve para mucho. La deliberación, ahora, les toca a ustedes.
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