Dedicado a Malena Alterio, con cariño
Héctor Alterio me miraba a mí. Yo sé que lo hacía. Daba igual que él estuviera ahí arriba, sobre un escenario o en la pantalla. Sus miradas eran clases de actuación que me llegaban directamente al oído, porque esa mirada hablaba. No importa cuál fuera la naturaleza del papel. Podría ser el malo, o el bueno, o el secundario, o la estrella invitada, daba lo mismo. Sus miradas me las dirigía a mí y yo me sentía directamente interpelado para que mi corazón reaccionase y mi alma se ensanchara un milímetro más. Sabía que ese actor, que siempre tenía la tonalidad justa y el gesto adecuado, era la encarnación misma de la sabiduría. Con él, he reído, me he preocupado, me he puesto nervioso, me ha asaltado la inquietud, me ha atemorizado, porque no actuaba para nadie más que para mí. Y he vivido sus aventuras y sus avatares y también, por qué no decirlo, me he emocionado con una lágrima renuente y un maldito nudo intragable en la garganta. Eso no está al alcance de cualquiera, os lo puedo asegurar. Era uno de esos pocos actores que lo decían todo sin necesidad de mover los labios.
Mi respeto casi reverencial por Héctor Alterio llegaba los límites del culto. Bastaba que avistara su nombre entre los miembros del reparto de cualquier obra de teatro o de una película para tener la plena seguridad de que iba a ver algo que, al menos, tendría dos o tres momentos que merecerían la pena. Esa voz tan modulada y tan certera, que sabía ser histriónica cuando la ocasión lo requería, que se quebraba de una forma tan particular que nadie más podía imitar… querido Héctor… estoy escribiendo estas líneas y mis manos lloran y mis ojos buscan y mis penas se desatan. Cómo podría yo agradecer tantos instantes de eternidad suspendida con tu voz y tu gesto. Cómo podría yo, siquiera, acercarme a una milésima parte de lo que tú has hecho. Querido Héctor, cómo podría conseguir una entrada en el teatro donde estés ahora mismo haciendo tu representación…
Dicen que los espectadores no somos competentes como para abarcar el tremendo trabajo de los intérpretes entregados a su tarea. Yo sé también que había un trabajo muy duro detrás de todo lo que él mostraba, que su mirada no era algo espontáneo, aunque hubiera tantísimo talento en ella, sino que la ensayaba y sabía lo que hacía a cada minuto en el que la cámara rodaba y el público esperaba en la oscuridad. A todos los que nos gusta ese trabajo que hacen los actores y las actrices, no pude escuchar nunca una palabra en contra del trabajo de Héctor Alterio. Nunca un “qué mal está Héctor”, jamás un “Héctor no me ha convencido”, y ni mucho menos un “bufff…anda que no está pasado de rosca Alterio”. Sólo elogios rendidos, respetuosos, quizá algo breves en alguna ocasión, pero siempre con la admiración en sus signos exclamativos.
Hoy, yo sé que el teatro y el cine han perdido parte de su mirada, pero lo que no sabía nadie, es que Héctor Alterio me miraba a mí, y que esa mirada nunca fue de los demás. No quiero destacar ninguno de sus trabajos porque eso sería decir que unos fueron mejores que otros y no lo pienso. Todos fueron igual de buenos, igual de honrados e igual de asombrosos. Por todo ello, también pienso que su mirada no se va a perder porque en mi memoria están almacenados todos sus pestañeares y todos sus matices. Y escribiré sobre ellos, seguro, como si fuera la primera vez que un actor tan grande me mirase y me hablase sin despegar los labios. Y si, luego, dijese una palabra, también diré que era la manera más adecuada de decirla. E intentaré transmitirlo lo mejor que sepa.

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