Muerte por civilización (Megalópolis) - Berenjena Company

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29 sept 2024

Muerte por civilización (Megalópolis)



Alguien que haya visto dos o tres películas sale con una sensación contradictoria después de ver la última película de Francis Ford Coppola. Por un lado, se puede apreciar a un cineasta que, visualmente, resulta extraordinaria (se escapa a mi comprensión que alguien diga que esta película “es fea”), con composiciones de plano que resultan impresionantes, con ideas estéticas de muchísima altura y con patinazos que son especialmente notorios en las secuencias oníricas. Por otro lado, sí se que se aprecia que, para la profundidad del mensaje que quiere lanzar, la película presenta un descuido narrativo en el que se aprecian saltos, cambios de opinión algo repentinos en algunos personajes y, por supuesto, un gusto por el exceso que, según se mire, puede sobrar o puede ser bastante ejemplar.


Esta última frase va dirigido a todos aquellos a los que se les cayó la baba con un título como Babylon y les pareció el summum del cine mientras que, por el simple hecho de que esta película esté firmada con el nombre de un director con rasgos megalomaníacos, se apresuran a la crítica fácil de tres o cuatro palabras. Ambas películas son excesivas, narrativamente muy imperfectas, sólo que el gusto estético de Coppola es bastante superior aún cuando se emplea a medias. También habría que estudiar con cierto detenimiento la dirección que toman las interpretaciones que habitan en esta obra que acabará echando el cierre a la filmografía del gran director. Sí, gran director.


A Adam Driver, por ejemplo, se le ve incómodo. No está a gusto con su papel. En el fondo, puede ser consecuencia del encargo de dar vida a un héroe que, en el fondo, es bastante pusilánime y que no se impone a las circunstancias de un modo efectista. Giancarlo Espósito es ese personaje que, al principio, parece inflexible e implacable y, de repente, aparece en la casa de su enemigo para una visita meramente social. Jon Voight es una especie de histrión de la tercera edad que resulta algo increíble porque representa al poder financiero y, bajo una capa de disipada entrega al ocio más extremo, guarda buenas intenciones. Lo de Shia LaBeouf es bastante innombrable. Él es el que se ocupa de otorgar exceso en el apartado interpretativo, al estilo de una especie de Calígula moderno que, al mismo tiempo, es el centro de la crítica a los populismos fáciles que pueblan las políticas de hoy en día. Nathalie Emmanuel es la única que parece más centrada, sin un gesto de más e instalada confortablemente en ese papel mediador y portador de ternura. Aubrey Plaza es lo contrario, llevada por la envidia y la insidia, se pasa de rosca sobradamente. Es curioso que Coppola, un director de probada eficacia en la dirección de actores, se halle tan poco acertado en esta ocasión.


El lado metafórico de la película tampoco funciona con un engrase actualizado. Nueva York se convierte en la Nueva Roma y los personajes se comportan como si fueran senadores, patricios, esclavos y desequilibrados de la Antigua Roma a los que Coppola caracteriza con un corte de pelo propio de la Vía Apia y viste a todos con capa, como si llevaran la túnica que tan elegantemente llevaban en el centro de las calles del imperio. La advertencia queda clara, con una decadencia copiada, con su circo, con subasta de vestales, con la negación propia de un desarrollo que puede beneficiar a la plebe. Coppola advierte que la muerte del hombre será por un exceso de civilización, creando una sociedad entregada al ocio que, por descontado, irá degenerando hasta la depravación más abyecta en su sentido moral. A pesar de ello, la película destila un cierto optimismo en el que se pueden apreciar citas continuas (que algunos pueden asociar al exceso de pedantería) a Shakespeare, George Bernard Shaw o Ralph Waldo Emerson. El resultado de todo ello es una película muy desequilibrada en el que, de alguna manera, se desea que Coppola cuente algo más, que profundice, que deje bien atados los extremos para que la fábula que pretende plantear sea redonda, pero no lo consigue. Ahora bien, su visión estética detrás de la cámara es absolutamente sobresaliente, con momentos tan impresionantes que hay que dejar la boca bien cerrada para no quedar en ridículo en plena sala. El resto, lo pone el espectador y la mayoría no es capaz de grabar en mármol lo que el director quiere transmitir. Puede que no lo transmita bien del todo porque es evidente que ha preferido dotar de mayor importancia a la parte más visual de la película. Y eso… ¿saben por qué es? Porque es un cineasta de pies a cabeza.


César Bardés

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