Maggie Smith: a sus pies, milady - Berenjena Company

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30 sept 2024

Maggie Smith: a sus pies, milady



“Yo fui a la escuela y ya quise actuar. Luego, quise actuar. Más tarde, empecé a actuar. Y todavía sigo actuando”.


Besaría cada una de las arrugas de su cara llena de personalidad, con absoluto respeto y suavidad. Con su mirada, era capaz de decir más cosas que actrices que no han parado de hablar en toda su carrera. Con su risa, eras capaz de compartir su habitual colmillo afilado. Con su mirada, penetrante y, a menudo, sarcástica, podías echarte a temblar. Dominaba todos los resortes de la actuación. Era grande en comedia, en drama, en lágrimas y en risas. No tenía ningún punto flaco en su arte. Maggie Smith…siempre a sus pies, milady.


Era una actriz que estaba profundamente enamorada del teatro. Hasta que tuvo los primeros problemas de salud en 2008, consideraba que la escena era su auténtica profesión. Sólo hacía televisión y cine porque el cheque era largo y proporcionaba fama. Siempre los abandonaba para hacer alguna obra de teatro en el West End o en Broadway. Y lo hizo todo bien. Fue grande cada vez que se subía a las tablas. Fue una gran dama allí por dónde paseaba sus pisadas. Sus películas podrían ser más o menos buenas, pero ella jamás hizo una interpretación descolocada, fuera de lugar, histriónica o sin fundamento. Su intuición era auténtica y acertada. Su dicción, toda una delicia. Su sentido del humor, legendario.


Formada en la Royal Shakespeare Company y, posteriormente, insertada en las filas del Old Vic, su repertorio clásico fue largo y variado aunque ella confesó que “a Shakespeare nunca lo dominé del todo”. Allí forjó su experiencia y su amistad con otras leyendas del teatro y del cine británico con quien mantuvo relación durante toda su vida, como Judi Dench, una de sus mejores amigas, Flora Robson, Alec McCowen o Laurence Olivier con quien alcanzó un éxito extraordinario a través del montaje de Otelo y que, en su adaptación al cine, le hizo ganar su primera nominación al Oscar.


Detrás de Shakespeare, otros autores de fama mundial con los mejores repartos entraron en su repertorio, como Ibsen, Strindberg, Ionesco, Edward Albee, Oscar Wilde, Peter Shaffer, Jean Cocteau, Noel Coward, Jean Anouilh o John Osborne. Siempre volvía al teatro con ganas porque, en el fondo, “nunca entendí muy bien qué era actuar para el cine. Sólo en el teatro me sentía realizada”.


Su primera aparición en el cine en un papel importante es en Nowhere to go, de Basil Dearden, una película que, en intenciones, se acerca al free cinema aunque no se halle entre los títulos que podrían pertenecer a esa generación de “jóvenes airados”. Sigue sin entregarse al nuevo medio, pero en Estados Unidos no se olvidan de ella cuando tratan de reunir un reparto del máximo prestigio en la película coral Hotel Internacional, de Anthony Asquith, con compañeros de la talla de Richard Burton, Elizabeth Taylor, Orson Welles, Margaret Rutherford o Rod Taylor. 


Secunda maravillosamente a Ann Bancroft en Siempre estoy sola, excelente película basada en una obra de Harold Pinter y no duda en ponerse a las órdenes de John Ford en El soñador rebelde, película que el gran director no pudo terminar y acabó codirigiendo el director de fotografía Jack Cardiff. Obtiene su nominación con Otelo y acaba siendo la más lista de la clase en ese juguete teatral y brillante que es Mujeres en Venecia, de Joseph L. Mankiewicz, al lado de Cliff Robertson, Rex Harrison y Susan Hayward. 


Cambia de registro y se escora descaradamente a la comedia con Un cerebro millonario, acompañando a Peter Ustinov y, de forma sorpresiva, gana el Premio de la Academia a la mejor actriz en 1969 con Los mejores años de Miss Brodie, una radiografía tremendamente acertada sobre el fascismo oculto que puede habitar, incluso, en una maestra de escuela. 


En uno de los múltiples montajes teatrales conoce a Robert Stephens, con el que contrae matrimonio. Stephens fue un excelente actor al que se le puede recordar como el protagonista de La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder. Sin embargo, fue una unión tormentosa, con dos intentos de suicidio por parte de él, que acabó en 1975, después de siete años de convivencia y la gran dama de la escena se casó con el escritor Beverley Cross, que también trabajó como guionista para el cine escribiendo los libretos de Jasón y los argonautas o La mitad de seis peniques, de George Sidney.


Maggie Smith realiza una aparición especial en ese debut extraño de Richard Attenborough en la dirección con el título de Oh, qué guerra tan bonita y George Cukor la requiere para que sustituya a Katharine Hepburn que, en el último momento se echa atrás, en esa comedia de aventuras y desventuras bastante barroca que es Viajes con mi tía, basada en la novela de Graham Greene y por la que obtiene una nueva nominación al Oscar. Interpreta una atípica historia de amor al lado de Timothy Bottoms en las costas españolas en Amores, penas y despechos, de Alan J. Pakula, que resulta ser un fracaso bastante estrepitoso y es invitada para dar vida a una especie de trasunto de Nora Charles en Un cadáver a los postres, de Robert Moore, siendo elegante y sexy en un ambiente de misterio con risas. 


Se pone a la sombra de Bette Davis para encarnar a su permanentemente humillada señorita de compañía en Muerte en el Nilo y gana brillantemente su segundo Premio de la Academia, esta vez como actriz secundaria, en un memorable dueto con Michael Caine en el episodio a su cargo de California Suite, en la piel de una actriz aterrada que está nominada al Oscar. 


A partir de aquí, Maggie Smith se entrega mucho más al teatro y sólo acepta papeles que le interesan aunque sean mucho más secundarios. Ahí está su diosa en Furia de titanes o la estupenda Daphne de Muerte bajo el sol rivalizando maravillosamente con Diana Rigg o interpretando a la señora Bartlett de esa adaptación de E.M Forster que pasa por ser una de las mejores películas del director James Ivory en Una habitación con vistas. Su rostro surcado por los arados del tiempo se vuelve irremediablemente interesante y magnético a partir de su interpretación de la anciana Wendy en Hook, de Steven Spielberg y en su severa, pero no tanto encarnando a la Madre Superiora de Sister Act  en sus dos partes. Ya en su madurez más avanzada, aún nos deleita con papeles divertidos en los que se convierte en el punto fijo de atención cuando ella está en escena en comedias como El club de las primeras esposas, o en la segunda versión de La heredera como la tía Lavinia de Washington Square, o extraordinaria al lado de su amiga Judi Dench y de Cher en Té con Mussolini, de Franco Zeffirelli en una de sus mejores películas. Da otra lección de actuación en La solitaria pasión de Judith Hearne, de Jack Clayton, con Bob Hoskins como compañero y se asegura ser conocida para las nuevas generación al dar vida a la profesora McGonagall de la saga Harry Potter, un personaje que, según ella misma, “no me atraería lo más mínimo a la hora de asistir a sus clases. Preferiría ir a las clases de Severus Snape, es mucho más fascinante”.


En la recta final de su carrera, aún nos regala actuaciones que son caviar de la interpretación como Gosford Park, maravillosa en El exótico Hotel Marigold juntándose con viejos amigos como Judi Dench o Tom Wilkinson, ese homenaje a los actores de la Royal Shakespeare que realiza Dustin Hoffman en su única película como director con el título de El cuarteto y su grandísimo trabajo en The lady in the van, basada en la obra de teatro de Alan Bennett que ella mismo llevó a las tablas a principios del siglo XXI.


Maggie Smith era una mujer tremendamente atractiva por fuera y por dentro. Su dedicación y su oficio no tienen comparación posible con ninguna otra actriz. Fue fuerte, con debilidad arrastrada y escondida, dejando ver un velo de fragilidad a través de todos sus personajes. Y, para siempre, en la eternidad, es milady. Y con tu permiso, Maggie, siempre te recordaré con tu elegancia, tu cariño en la profesionalidad que desplegabas siempre y tu fantástico sentido del humor que, a pesar de la vida, siempre sacabas para los que eran tus amigos. Qué pena no haber sido uno de ellos.


César Bardés

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