El ser humano no soporta que haya otros mejores, más preparados, más felices y más rebeldes. Y no es una cuestión de ideología, sino de derecho natural. Nadie, por ser de diferente raza, es mejor, ni peor. Y, sin embargo, una y otra vez, se trata de sojuzgarlo, de machacarlo, y, si es necesario, de exterminarlo. El ser humano caerá, recalcitrante, en los mismos errores, en los mismos pensamientos que le otorgan la condición de fiera salvaje, en la terrible indiferencia que le causa el sufrimiento ajeno. Aunque, sin duda, también habrá quien se oponga a ello y trate de hacer que, en sí mismo, sea un poco mejor, más justo, menos prejuicioso, más verdadero.
No cabe contar nada de esta película. Sólo es posible hallar puntos de contacto con Déjame salir y permitir que te coja de la mano y te queme. Cuando alguien se siente herido, puede ser tan peligroso como una criatura feroz, porque la ira llega a ser un cabalgar desbocado. Difícil de controlar. Vicioso de desarrollar. Y, en algunas ocasiones, hasta necesaria. Como lo es el instinto de amistad, el deseo de ser apreciado más allá de otras consideraciones físicas y, como dijo alguien una vez, juzgado por lo que guarda en su interior y no por el color de su piel. Aún no ha terminado esa guerra porque sigue habiendo fanáticos irracionales, que creen que el orden debe existir con el derramamiento de sangre y son meros ignorantes de la libertad de las almas.
Aunque, en algún momento, parece que la película se escapa de las manos y los directores Gerald Bush y Christopher Ganz se recrean ligeramente en determinados pasajes, Antebellum es una fábula inteligente que no llega a la brillantez, pero que está llevada con brío y sentido, que no horroriza, pero sí tensa y que no necesita hacer pensar porque ya está hablando de algo evidente. Aún quedan libertades sin dueño, que buscan épocas de igualdad y décadas de reparación. La humillación debería ser desterrada del alma del hombre y, aunque suene a pasado de moda, hay que buscar en el corazón todo aquello que convierte en grande a las personas y reconocer que todos merecen admiración, respeto, silencio cuando procede, palabras y preocupación. Todos. Sin excepción.
Puede que todo esto no sea más que una verdad evidente que cualquiera ha pensado alguna vez, pero seguimos empeñados en olvidarlo, en negarlo, en obviarlo y en pisotearlo. Más aún en estos tiempos tan llenos de enfermedad y de desprecio, donde todo se opina, todo se cuestiona, todo se retuerce y todo cae presa de la relatividad más ignominiosa. Y lo que es injusto y terrible, lo es. Y lo que ha sido, sigue siéndolo. Tal vez por eso el pasado nunca muere. O, tal vez, ni siquiera existe. El pasado es hoy. El futuro es hoy. Y el presente es lo que, de verdad, no debería existir. Es tiempo de buscar el momento y el modo. Y, a partir de ahí, sólo queda avanzar y defender los derechos de todos.
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