Judy Garland emprendió el camino de baldosas amarillas desde el mismo momento en el que decidió ser una estrella del cine y de la canción. El único defecto es que ese camino no llevaba al reino mágico de Oz sino que estaba empedrado de manipulaciones abyectas, decepciones sin asidero y soledades recalcitrantes. Quizá sí se encontró con algún que otro amigo y, desde luego, levantó respeto y admiración, pero el precio que tuvo que pagar fue demasiado alto porque nadie quiso ayudarla cuando más lo necesitaba. Y sólo pedía alguien en quien apoyarse.
Sus inseguridades se agrandaron hasta hacerse insoportables. Su mente enferma creyó que lo único que querían era succionar su voz y quedarse con el arte que ella podía ofrecer. Por su interior pasaron demasiadas dudas sobre su valía, su capacidad para ser madre, su certeza de que podía vivir con alguien y amar, simplemente amar. Tuvo que recorrer el camino por ella misma, a bordo de sus debilidades, siendo incapaz de odiar y obteniendo demasiados desprecios. Llegó al final de ese camino que tantas promesas ofrecía y sólo obtuvo incumplimientos, negativas, incomprensiones y caídas, muchas caídas. Al final del arco iris no había ningún baúl lleno de oro, sólo el fondo de un vaso vacío y de un frasco abierto.
Su mirada se halló perdida buscando unas respuestas que nunca consiguió. Procuró refugio en otro país para saborear las últimas caricias del éxito y no supo convivir con él. Sólo era otra canción, otro desgarro, otra derrota que aplastaba su talento y otra renuncia que significó el lamento más solitario de todos. Judy Garland fue un juguete roto desde el mismo momento en que decidió ser el mejor de todos ellos, sin poder valorar las consecuencias, sin poder disfrutar de sus ventajas.
Renée Zellweger es el centro de toda la historia. Ella domina la escena de principio y fin y realiza una asombrosa transformación física que, en determinados planos, hace que pensemos que Judy vuelve de entre los muertos para ofrecer un último concierto. Quizá su voz esté lejos del original, pero realiza un esfuerzo muy preciso para que sus vibratos se asemejen a los de esa cantante única y especial. Concentra la interpretación en sus ojos, y ellos lo expresan todo. Por ellos viajamos y sufrimos. Y también la acompañamos. Y también exagera un poco aquí y allá. Sin embargo, la película, basada en la obra de teatro Al final del arco iris, de Peter Quilter y que en España estrenaron Natalia Dicenta, Miguel Rellán y Javier Mora, resulta, en algunos instantes, floja, sin pasión, con demasiadas insistencias, dando vueltas a lo mismo hasta la saciedad, atrancando la trama que necesita de muy poco para captar la atención del público, siempre a favor de Judy. Incluso hay canciones desaprovechadas que no hacen justicia al apoteósico éxito que tuvieron en su día, como es el caso de uno de sus grandes temas, Get happy. Sin demasiadas ideas, sólo la interpretación de Renée Zellweger parece reservada a la fama porque, al fin y al cabo, su carne es la de Judy, su inquietud es la de ella y su desesperación es la de todos.
Las horas sin dormir no fueron canciones dignas de ser cantadas. Los jugadores de ventaja que intentaron aprovecharse de ella no fueron melodías inmortales. Las películas que nunca hizo no se convirtieron en románticas historias de amor que alimentaran al mito. Judy, sencillamente, era una mujer. No muy fuerte, pero irrepetible. Y su voz sigue resonando allí donde las leyendas encuentran su música.
No hay comentarios:
Publicar un comentario