El límite de la conciencia (El oficial y el espía) - Berenjena Company

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4 ene 2020

El límite de la conciencia (El oficial y el espía)


Es absurdo creer que esta versión sobre el caso Dreyfus, realizada por Roman Polanski, se ha hecho con el fin de denunciar su propia situación. El propio Polanski lo ha negado con vehemencia y, aún así, no se deja de repetir una mentira con el fin de que, a base de reiterarla, se convierta en verdad. No resulta casual comenzar este artículo con estas aseveraciones porque el propio caso en el que fija su mirada el director polaco es un claro ejemplo de ello. Interesaba quitarse de en medio al único oficial judío del Estado Mayor francés sin que nadie advirtiese que era un claro ejemplo de racismo. Así que toda la plana más alta del Ejército decidió repetir una y otra vez que era un espía. La sociedad se polarizó, se fabricaron pruebas falsas, se dieron por buenas otras que eran dudosas y, muerto el perro, se acabó la rabia.

Y Polanski, de manera muy inteligente, también pone al descubierto que hay un arma muy eficaz contra todas estas conspiraciones de piel de cordero, pero enormemente peligrosas. Se trata de la conciencia. Quizá, en algún rincón insospechado, haya alguien que siga su dictado más allá de sus afinidades y lealtades. Ahí es donde, precisamente, reside la integridad de cualquier hombre o mujer. Y ahí es donde se mide también que no todo debe ser tomado como verdad sin cuestión.

Así que Roman Polanski asume un profundo cuidado en la puesta en escena, llena de una formalidad casi exquisita, y pone en juego también la moralidad siempre justificada de quien comete el verdadero delito. Casi siempre el respeto y la dignidad entra en juego, o la necesidad de que las instituciones mantengan una imagen impoluta frente a una sociedad que mendiga sangre y humillación para el supuesto culpable. Mientras tanto, se olvida la presunción de inocencia, los derechos humanos quedan en entredicho y se desprecia a todos los que se hallan a pie de calle. La prensa, por supuesto, trata de tirar de la maroma para su propio provecho, de acuerdo con sus ideas de raza, religión, política o beligerancia. Hasta que llega un escritor que se atreve a poner en el que, quizá, sea el mejor artículo nunca redactado de columnismo periodístico, los nombres de los verdaderos culpables de inventar una razón para acusar falsamente a un inocente. Yo acuso no deja de ser algo que todos podríamos decir en nuestra rebelión frente al puñado de payasos que se atreven a dirigir un país que no les merece.

Por el camino, Polanski construye una película sólida, absorbente, ágil en los diálogos, que flojea un tanto en cada una de las apariciones de su esposa, Emmanuelle Segnier, con un esforzado trabajo de Jean Dujardin, aunque puede que algo reconcentrado, en la piel del verdadero héroe de la travesía de la honestidad y de la luz sobre el encubrimiento que fue el coronel Picquard. Sosteniendo la imagen, está la impactante banda sonora de Alexandre Desplat y el resultado es mucho más convincente que la sorprendentemente sobria Prisioneros del honor, de Ken Russell, que interpretó Richard Dreyfuss en 1991 que podría ser, hasta la fecha, la mejor adaptación de este caso que conmocionó los cimientos políticos y militares de Francia a finales del siglo XIX y principios del XX.

Y es que Roman Polanski quiere rendir homenaje a aquellos que no se rinden por una cuestión de conciencia, por la certeza de que saben que la razón es la que debe ser a pesar de que no se sienta simpatía, porque no se pliegan a la ceguera impuesta por los superiores. Polanski rinde tributo a esas personas porque, sencillamente, ya no existen.
                                                                                                     

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