El signo de todos los tiempos - Berenjena Company

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29 dic 2019

El signo de todos los tiempos


No vivimos tiempos para los sentimientos ni las pasiones más o menos encendidas. El amor, la bondad, la amistad están en crisis, mientras que el egoísmo, la mezquindad y la envidia cotizan al alza en un mercado de sensaciones donde el individualismo ha puesto fronteras para que aspectos tan vitales como el mirarse, el rozarse, el hablarse cara a cara queden desterrados. Es el signo de nuestrs tiempos... o quizás de todos los tiempos. Vivimos momentos de excesiva tecnificación (que no es mala en sí; como en otras cosas, lo malo es el uso que se de de ella) y de escasa sensibilidad. Se valora más un trending topic en Twitter por protagonizar cualquier chorrada que las Variaciones Goldberg tocadas en manos de un virtuoso. En definitiva, se nos rompió el sentimiento de tanto usarlo...

Dicen que Shakespeare es el mejor interpretador de la esencia humana que haya existido jamás. Bueno, eso lo digo yo como mero lector de sus obras y espectador de los montajes de sus textos. Sus escritos podrían ser un perfecto tractatus antropológico que analiza a conciencia los vericuetos de ese ser llamado hombre y que navega casi siempre en un mar de dudas provocadas por sus propias inseguridades y por sus miedos más enquistados. En Rey Lear, el bardo de Stratford-upon-Avon apuesta por elevar la lírica de la tragedia contando la historia de una familia desestructurada, abocada a la tragedia, al desastre, todo por malas decisiones tomadas con el corazón en la mano y la hiel en la boca. Ese padre (que casualmente desempeña las labores de rey) no acierta a tener una relación de normalidad con sus hijas que manejan al progenitor a su antojo, llevándolo a la insania, a asomarse al precipicio para dejar atrás la lucidez mientras resuenen las lisonjas a su alrededor. El interés, la envidia, la primacía, el odio... No hay amor, no queda lugar para el amor. Eso es de otros tiempos...

Ricardo Iniesta lo vuelve a hacer. Con una potentísima puesta en escena asentada en una soberbia dirección de actores, una música quejumbrosa y lúgubre, un sensacional juego de luces (obra de Alejandro Conesa) y un dominio espacial único (que ya vimos en montajes anteriores como Celestina o Marat/Sade), el director de Atalaya maneja con maestría los resortes de la tragedia shakesperiana para sumergir al espectador en una tierra sombría e inhóspita poblada de seres desahuciados de su moral, apartados de la lógica, independizados de su libre albedrío. Y todo ello se beneficia de unas interpretaciones espectaculares, en especial la de una Carmen Gallardo, que vuelve a estar pletórica encarnando a un rey Lear despojado de toda majestad, empequeñecido por los juegos perniciosos de sus hijas. Es un asombro constante lo que Gallardo es capaz de hacer con cada personaje que se echa a las espaldas: un ejercicio de transformación no solo física, sino psicológica. Su Lear transita a medio camino entre la compasión, la pena y el terror.


Quizás es que a fuerza de acostumbrarnos no damos suficiente valor a lo que está haciendo Atalaya con cada montaje. La compañía sevillana es un referente a la hora de ofrecer nuevas vueltas de tuerca a los montajes con los que, ora sí, ora también, sorprende al público. Sus elementos son ya conocidos, pero nadie osa copiarlos porque la dramaturgia y la escenificación de Iniesta van más allá. Ese dominio de los espacios, ese juego impresionante con la escasa escenografía, el uso de los coros que delimita escenas y que causa asombro... Es marca Atalaya, la seña de que el teatro está vivo. Un teatro de pasiones desbordadas que en este caso, habla de la evasión de los sentimientos, de la fragilidad de las sensaciones. Pero la gente de Ricardo Iniesta está ahí para recordarnos que no en todos los tiempos hemos vivido a oscuras: gracias a su teatro, vivimos iluminados por la grandeza de Atalaya.

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