Cuando se ha vivido probando el odio con los labios es muy difícil adaptarse a una sociedad que destaca por su incomprensión. Los tiempos ahogan al débil, lo marginan, lo desprecian y lo aplastan y, a menudo, se es demasiado pequeño como para rebelarse. Tal vez se debería mirar un poco hacia fuera y un poco menos hacia adentro, renunciando, aunque sólo sea durante un par de minutos al día, al egoísmo que tanto caracteriza a la gente. Nadie se da cuenta de que estamos fabricando una buena cantera de villanos sin alma.
Y da igual que esa ira vengativa se dirija hacia los ricos porque, simplemente, es la otra cara de la misma moneda, corriendo, además, el peligro de hacer que justos paguen por pecadores. No resulta difícil caer en la tentación de creer que el mundo conspira contra uno mismo y que es la hora de reírse de verdad, por mucho que la risa sea considerada una enfermedad. Arthur Fleck, el payaso de la risa patética, crece hacia la crueldad y nadie va a poder pararle.
Aún resulta más sangrante si la vida está jalonada de mentiras y medias verdades, porque llegará un momento en que no se sabrá si se está soñando o viviendo la realidad. Sólo es cuestión de prestar unos pocos minutos de atención hacia quien no ha sentido el calor del aplauso, o del cariño momentáneo de un público voraz y veleidoso. La maldad toma cuerpo y va a ser dentro de esa cultura de devolución del sentir, de inmediatez estúpida que exige reacciones desmedidas y definitivas para acallar al rival. Así es cómo se obtiene atención. Total y absoluta. Incluso puede que el asunto acabe en vítores.
Joaquin Phoenix realiza un esfuerzo titánico en su impresionante interpretación. Ríe trágicamente, cuenta chistes con tristeza, establece contacto con todos a través de su viaje hacia la psicopatía hasta llegar a comprenderlo sintiendo algo parecido a la simpatía. Sin duda, es uno de los trabajos del año y merece todas las nominaciones al Oscar porque juega con su rostro y su mirada, con su cuerpo y su gesto, con su infantil inmersión en el mundo del estrellato esporádico, con su sueño ingenuo y tierno. El exceso, aquí, se vuelve recurso y Phoenix es un torbellino que apenas se puede contener. Por el otro lado, no es una película redonda. Vemos cómo Robert de Niro se revuelve incómodo en su papel y algunas cosas están explicadas con alfileres. Sin embargo, la película se centra, se mueve y vive alrededor de Joaquin Phoenix y el resto, sin dudarlo por un segundo, es fácilmente perdonable.
La carcajada del villano, que se hace y nace y no al revés, resuena en los tímpanos con insistencia porque se puede intuir que hay lágrimas entorpeciendo sus escalones. El patetismo y la deformidad interior causan cierto rechazo aunque es evidente que gustará a esos incondicionales que se creen diferentes. El sentimiento de venganza se apila ladrillo a ladrillo en la debilidad del payaso. Y la explosión de violencia y de hábil elipsis asegura que esta película, en el fondo, no va de orígenes de supervillanos a la espera de la madurez del superhéroe, sino de drama de marginación y soledad culminado con la sangre que siempre pide la multitud. En el fondo, el Joker da a la gente lo que, en realidad, desea y por eso es un malvado que cae simpático a los apóstoles del asalto al convencionalismo. No se cae en la cuenta de que eso no trae nada bueno y de que, con toda probabilidad, se acabará persiguiendo por los pasillos al tipo que cuenta un chiste y no admite la frustración del silencio.
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