Siempre supimos que los reflejos eran mucho más felices. Quizá aquel actor no era tan ideal y tenía que haber sido su doble. Tal vez, aquella actriz, a punto de ser estrella, no debió morir a manos de unos desalmados. Es posible que el destino conspire para que la realidad se imponga, pero para eso tenemos el cine. Y, por eso también, Quentin Tarantino ha decidido llevar a cabo la última venganza de un cinéfilo que jamás perdonó a quienes se llevaron a una chica que pudo ser maravillosa.
Así que es tiempo de sumergirse en un buen puñado de frustraciones que se agolpaban a finales de los años sesenta. El actor al borde del pánico que no puede hacer nada para impedir que su carrera vaya cuesta abajo cuando, en realidad, nunca fue demasiado cuesta arriba. El especialista que vale para un roto, para un descosido y para abrir latas de comida de perro. La chica, encantadora, que se divierte porque sabe hacer reír y disfrutar al público. El productor que, con una sonrisa y cierto encanto, tiene la dudosa virtud de decir la verdad más dolorosa. La pandilla de descerebrados que terminan por ir contracorriente a merced de ese monstruo que se introdujo en las casas como una caja cuadrada llamada televisión. Las luces de neón que brillan una vez más para refulgir en la memoria de Tarantino. Todo se agazapa en esta película que resulta mucho más deudora del ritmo y del estilo de Jackie Brown que de cualquier otra locura del director. Al fin y al cabo, así es cómo debieron ser las cosas y no como fueron. La vida no es tan justa como el cine.
Y también es tiempo de disfrutar del trabajo de Brad Pitt y de Leonardo di Caprio, caras opuestas de un espejo que no deja de poner a prueba su amistad, su personalidad, su ética, su comportamiento y su frustración. Quizá ese especialista que interpreta Pitt no ha hecho su última acrobacia. Tal vez ese actor que encarna di Caprio aún tiene una oportunidad para alcanzar la gloria definitivamente. Da lo mismo. Unos ascienden hacia el cielo de la imaginación tras la verja de la realidad y otros desaparecen tras el olvido, sin nombre, ni destino, ni verdad, ni fantasía. Hollywood se ha cobrado ya demasiadas víctimas y lo que interesa es el título de la próxima película.
Puede que ésta sea una historia que decepcione a algunos y encante a otros. Lo cierto es que Quentin Tarantino, como siempre de incógnito, nos desliza el mensaje de esa justicia poética que, tan a menudo, se niega y que también favoreció a aquella chica de color que se la jugó al FBI y a un traficante de armas. Al fin y al cabo, el cine nació para hacernos soñar, para hacernos olvidar, para hacernos entornar los ojos sabiendo que las cosas no ocurrieron así, pero que, muy bien, podrían haber acabado como nos cuenta el director. Por el camino, rinde homenaje a toda la serie B del mundo, hace un uso extraordinario de la banda sonora, exhibe una elegancia admirable en la planificación, nos enseña cómo fue su mundo a finales de los sesenta y nos relata un cuento de la fábrica de sueños, con secuencias brillantes, descubriendo el cartón de los escenarios y el irremediable encanto que desprendían. Y sin ningún reparo, emprendemos ese desvío al reflejo que propone, en un juego de espejos que nunca acaba, en el que no se ahorran críticas, ni humor, ni saltos hacia atrás, ni miradas hacia adelante, ni, tampoco, casi tres horas de buen cine.
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