El carisma del arroyo (Silvio y los otros) - Berenjena Company

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6 ene 2019

El carisma del arroyo (Silvio y los otros)


Vivimos unos tiempos difíciles en los que triunfan algunos césares empeñados en decir lo que la gente quiere escuchar a pesar de que en su corazón sólo anida el hedonismo más insultante, el egoísmo más infantil y la falsedad que sólo se otorga a aquellos que manejan el poder. Demasiadas piscinas con borde infinito, demasiados jardines primorosamente cuidados y demasiadas justificaciones estúpidas que atienden exclusivamente a la arrogancia. Y, sin embargo, ahí están. Con sus sonrisas forzadas de dentadura brillante (o no) que dejan escapar su desprecio por los que necesitan de ayuda verdadera más allá de las palabras. 

Son arroyos ínfimos que desprenden el carisma que todo valle necesita. Cloacas de pensamiento que caen de uno u otro lado dispuestos a aumentar tanto su patrimonio personal que llegan a exclamar sin rubor que todo no es suficiente. A su alrededor, un completo entramado de intereses que se mueven en el lujo y en el placer inmediato, como si esa fuera la meta permanente de mentes que, en realidad, son pura debilidad enganchada a la propia satisfacción. Inmunes a la crítica porque creen que el resto de la humanidad no es más que turba manipulable ausente de criterio. Verdadera pornografía aristocrática que mira al arribismo con superioridad manifiesta y que sólo accede al empujón favorable por mero capricho. Y que conciben la derrota sin pestañear, como algo inherente a su condición de elegidos.

Lejos de La gran belleza y de la excelente La juventud, Paolo Sorrentino incide en la ficción para retratar la personalidad disipada, disoluta y prescindible de Silvio Berlusconi con alguna hechura del Martin Scorsese de El lobo de Wall Street y con alguna irritante tendencia al anuncio de colonia para hombres de duración excesiva. Cuenta con un maravilloso y camaleónico trabajo de Toni Servillo en la piel del empresario y político y con una vistosa fotografía que enmarca toda su fantasía en esa belleza efímera de la que tanto sabe hablar. Mucha tristeza hay en su invención además de un cierto convencimiento sobre el triunfo de la ausencia de valores, sobre la creencia cada vez más acentuada en la nada que proporciona el placer inmediato y sobre la incredulidad de que todos hayamos permitido el auge de este tipo de personajes en las más altas instancias de cualquier país. Aún así, la película se hace larga y, en algún momento, se cierne sobre el espectador una ligera sensación de que se está perdiendo algo de contexto sobre la convulsión política italiana y sobre ese mamarracho que hizo siempre lo que le vino en gana en el instante que quiso con el agravante de poseer un sentido del humor más que discutible.

Y es que las noches del verano en Italia se antojan tan agradables como el suave tacto de una piel deseable. El viento acaricia la ambición y los alientos de la vejez despliegan su encanto exhibido a través de una insultante opulencia carente de contenido. Un gesto no hace a un hombre aunque este se componga de muchos gestos. La sonrisa sigue brillando con toda su falsedad a pesar del ostracismo de la lógica y parece que estamos condenados a hundirnos cada vez más en un fango de relativismo y morbo. Esos hombres que manejan los hilos siguen estando ahí, con toda su estúpida superficialidad dispuesta a engañar a los bobos que, incautos, apuestan por lo que es pura imagen.
                                                                                                                 
César Bardés

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