Ganarse los favores de alguien poderoso es un ejercicio, cuando menos, bastante complicado. No basta sólo con mostrar disposición hacia las necesidades, superfluas o no, del favorecido, sino que también hay que guardar un equilibrio entre lo necio y lo inteligente, poner en práctica un sutil don de soltar la palabra justa en el momento adecuado y, sobre todo, no dejar que ningún otro pueda quitar terreno al arribista que, al fin y al cabo, quiere ascender en su posición, tener más poder o aplastar a cualquier incauto que se ponga en medio por mero placer.
Sin embargo, los jugadores de este ladino empeño, siempre se olvidan de las contrapartidas. Sí, es posible que estén mejor considerados. También es probable que se les mire de forma distinta y que se pueda disfrutar de la petición de consejo. Nadie habla de que, en ese diabólico y falso entramado de intereses, también puede entrar, con una fuerza inesperada, la humillación. Es lógico. Al fin y al cabo, nadie inicia las intrincadas maniobras del favoritismo para acabar humillado y los contendientes siempre creen que su inteligencia es superior a la de cualquier otro, incluso a la del poderoso. Y es que la vanidad siempre es el inicio de cualquier final.
Podríamos enumerar tantos aciertos como errores en esta película del realizador griego Yorgos Lanthimos. Desde luego, entre los primeros, está el trabajo del trío femenino protagonista compuesto por Olivia Colman, Emma Stone y Rachel Weisz. Espléndidas, voraces en su duelo de zorras compitiendo por llevarse la mejor presa, haciendo que las intrigas masculinas sean simples juegos de niños sin importancia a su alrededor. Duras, atentas, listas, vivas, falaces y retorcidas. Ellas hacen que los largos pasillos de palacio parezcan enrevesados vericuetos de intriga y mendacidad. Visten de largo los planos en los que Lanthimos se quiere lucir y consiguen que la reacción química exista para un choque inevitable. Entre los segundos, podríamos destacar la manía de Lanthimos por el subrayado con esos planos de ojo de pez para poner de relieve el ridículo monárquico cuando el argumento ya nos guía por esos rincones, o ese espantoso baile de palacio en el que parece que la melodía clásica se viste de lentejuelas y pasamos a un rock and roll en un innecesario y chabacano ejercicio de provocación.
Por lo demás, muchos sacan a colación a Stanley Kubrick (parece mentira que haya tantas ganas de que alguien se acerque, aunque sea levemente, al estilo del gran director) cuando no está por ningún sitio. Se está mucho más cerca de El contrato del dibujante, de Peter Greenaway que de ningún otro referente, con ese sexo casi vomitado, esos planos recargados, esa sensación de poder que planea sobre todos los personajes a través de arrogantes advenedizos a los que se adivina la corrupción con facilidad. El resultado no es malo, pero tampoco es tan extraordinario como quieren dar a entender los huérfanos de buen cine (tal vez porque han visto muy poco). Hay una gran preocupación formal por el vestuario y la puesta en escena y seguro que se le reconocerá, pero quizá es poco premio para estar en medio de esas conspiraciones tan británicas e ingenuas que sólo nos brindan un par de escenas más o menos memorables. Mientras tanto, hay que entretenerse con el rostro de estas tres damas que hacen que el odio sea un recurso interpretativo más.
César Bardés
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