Siempre resulta difícil adaptar un libro al cine. En el papel hay tiempo suficiente como para explicar detenidamente los detalles, desarrollar las acciones con las justificaciones bien atadas y describir a los personajes de forma cerrada. Esta vez se trataba de volver sobre los personajes de Lisbeth Salander y Mikael Blomqvist a través de la novela que no escribió Stieg Larsson y el resultado se asfixia poco a poco en medio de un puñado de ideas visuales interesantes y una banda sonora extraordinaria de Roque Baños.
Y es que, en determinado momento, se nos explica que han pasado tres años desde la última desventura de estos personajes. Por una parte, nos encontramos a una Lisbeth Salander, competentemente interpretada por Claire Foy, más adulta, más centrada. Hasta ahí todo va bien. Sin embargo, nos encontramos con que el Mikael Blomqvist encarnado por Sverrir Gudnasson es más joven que ella y el tipo se emplea con menos dramatismo que un reloj atrasado. Por si fuera poco, hay detalles que no se explican en absoluto y que son fundamentales para que la trama tenga algo de sentido. Esas cosas como que, de repente, los malos saben números de teléfono, o que un señor con muy buenas intenciones se lleve a su hijo de vacaciones a Estocolmo sabiendo que se va a meter en un lío bastante peligroso, o, incluso, que una casa arda como la yesca y la protagonista aguante en una bañera hasta que una oportuna elipsis la sitúa desmayada en la misma. Todo ello hace que la película se vea lastrada a pesar de una realización que se antoja apreciable y de un argumento que llega a ser absorbente.
Al fin y al cabo, las huellas del pasado siempre persiguen a los más rebeldes y puede ser la hora de pagar las deudas pendientes. Sean en una o en otra dirección. La sociopatía que es el rasgo más atractivo de Salander, se convierte en una necesidad al echar un vistazo a la familia con la que tuvo que tragar y así el rojo se enfrenta al negro con furia de rencor cuando la huida era la única salida para la infancia. Quizá por ello las luces de la capital sueca parecen permanentes mientras un subsuelo de retorcimiento y violencia se remueve bajo sus cimientos. Hacer daño es la primera misión de cualquiera. Y es hora de aprender a enfrentarnos a la injusticia con decisión, con inteligencia y sin sesgos. Y también de rodearse de los aliados más apropiados para la ocasión.
La caída al vacío es inevitable cuando se espera que la historia tenga garra y esté bien explicada porque, al fin y al cabo, se está hablando de un misterio, de un enigma, de una búsqueda y de un ajuste de cuentas. Si los cabos no están bien atados, todo se queda en algo desvaído, con algún que otro toque demasiado espectacular que convierte a Salander en una versión femenina de James Bond y a Blomqvist en un pasmarote que carece de intensidad y de fuerza. Y es fácil caer en la trampa de la electrónica avanzada y en la tecnología impensable porque tales descubrimientos sirven de oportuna cortina de humo a lo endeble de la película. Por mucho que Lisbeth Salander tenga razón en todo lo que hace. Por mucho que todo se rodee de negrura y de tenebrismo de humareda. A menudo, dentro del traje de goma de la lógica, no hay nada. Y, en esta ocasión, así es. Si caen al vacío yendo a verla, asegúrense de que la nieve les acoja con dulzura, si no, todo se resquebrajará entre las ramas de los árboles.
César Bardés
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