Nadie en su sano juicio puede llegar a pensar que alguien se dedica a la política con afán de realizar un servicio público. ¿No es un problema ya ser elegido Presidente de tu comunidad de vecinos? Como para aceptar la dirección de una comunidad autónoma, de una alcaldía o de un país. La razón es tan vieja que casi da vergüenza escribirla. Es la codicia. Y esa razón puede corroer los cimientos de la democracia, de la libertad y del sentido común cuando es tan evidente y tan descarada que ya sólo queda el consuelo de que todos, de una manera o de otra, también hemos ejercido la corrupción.
Sí, porque cuando nos dan el cambio a nuestro favor en cualquier comercio, solemos callar. Cuando hay material de oficina en abundancia en nuestra empresa, nadie va a notar la falta de unos cuantos folios, de unos cuantos bolígrafos y de unos pocos clips. Cuando hay un error en la nómina, el silencio suele ser la coartada más común. Y, desde luego, cuando hay que manejar mucho dinero, el dinero de los demás, siempre hay alguno que piensa que nadie se va a meter a desenredar la madeja de cualquier complicada operación de ingeniería financiera.
Y así la clase dirigente opta por el camino más fácil. Corromperse es tan fácil como estampar una firma donde no se debe, llevar un libro de cuentas amenazante para que, llegado el caso, se pueda tirar de la manta, pasar por la trituradora unos cuantos documentos delatores o cualquier otra cosa que se nos pueda ocurrir. Y siempre hay un denominador común: cuando salta un escándalo es cuando se empieza a oír con insistencia el ruido de las ratas tratándose de salvar desesperadamente.
No cabe duda de que El reino conecta con las inquietudes más populares, tratando de ofrecer un retrato del poder absoluto que corrompe absolutamente. Sin embargo, en algunos momentos, resulta algo confusa, escondida en su aspereza farragosa, tratando de situar al espectador en un escenario que muy pocos pueden imaginar y pasando con rapidez algunos tragos para que nadie pueda pensar en la trampa implícita de los cabos sueltos. A pesar de ello, la película contiene indudables virtudes y la primera de ellas es el trabajo esforzado y versátil de Antonio de la Torre en el papel protagonista y la segunda, no menos importante, es que huye del maniqueísmo de hacernos creer que unos son muy buenos y otros son muy malos destapando que, incluso, la prensa que ataca repetidamente al partido de turno también está movida por los peligrosos hilos de la codicia disfrazada de ejercicio de investigación riguroso.
El director Rodrigo Sorogoyen menea la cámara con cierto nerviosismo, a veces, innecesariamente. Tal vez porque persigue un estilo documental tratando de seguir la peripecia de ese hombre que decide arrastrar a todos con su caída después de ser considerado propicio para la sucesión. En cualquier caso, hay secuencias brillantes, que definen al personaje con agudeza convirtiéndose en momentos álgidos de una trama que va enredándose con espinas y que nos introduce en el ambiente de chulería sin escrúpulos, propia de traficantes de heroína, en el que se mueven muchos de nuestros políticos, vagos sin utilidad que adoptan la forma de parásitos sólo para arrojar, como lobos del IBEX 35, su sentimiento de superioridad contra millones de trabajadores que ganan lo justo para llegar a fin de mes. Y no dejan de ser ratas ruidosas que corren despavoridas cuando se descubre que se han comido el queso de los demás.
César Bardés
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