A veces, cuando los que nos han precedido han sido demasiado grandes y estamos llamados a sucederles, el peso de la púrpura del poder resulta insoportable. Más que nada porque cualquier hombre con conciencia puede llegar a la conclusión de que no es tan grande y ni siquiera está cerca de serlo. Entonces llega la indecisión, el error, el deseo humilde e infantil de ser querido por lo que uno es y no por lo que representa. Quizá la honestidad se hunda en un lago y esa sea la mejor oportunidad para retirarse de la carrera.
El Senador Ted Kennedy era el cuarto hermano de la dinastía. Él sabía que no podía ser tan encantador, tan honrado, tan verdadero como ninguno de los que le precedieron. Ansió el cariño de su padre que, a pesar de todo, siempre fue consciente de la mediocridad inherente en el más pequeño. Y a raíz del accidente que tuvo con una secretaria en el lago Chappaquiddick tuvo que decidir entre soportar el ascenso hacia un puesto para el que sabía que no estaba muy preparado o controlar el escándalo para poder quedarse en el sitio que verdaderamente le correspondía.
Lo que no tuvo en cuenta Ted Kennedy fue que había mucha gente que aún depositaba su fe en el último de los hermanos. Él representaba el último rescoldo de un sueño que había saltado por los aires con unos cuantos disparos en Dallas y en el Hotel Ambassador. Y eso pesaba tanto que tuvo que asumir que él era un hombre algo más pequeño, menos encantador, más cobarde, menos firme, más intrascendente. No importa que tuviera al mejor equipo trabajando para él o que, ocurrido el accidente, los mejores cerebros del presidente asesinado se pusieran a su disposición. No tenía capacidad para aparecer como legendario, ileso e incólume. Y prefirió quedarse un poco más al margen para que el fracaso no fuera su último acto político.
No cabe duda de que la película pasa por encima de las habladurías que rodearon el caso que hundió las posibilidades presidenciales de Ted Kennedy y que algo más de vigor falta en algunas secuencias, pero Jason Clarke realiza un excelente trabajo, incluso pareciéndose en más de una ocasión al auténtico Ted. Todo ello hace que la película sea correcta, sin demasiadas ambiciones, centrándose en ese dilema moral que cerca al protagonista que parece que comete deliberadamente algunos errores para desviar las atenciones excesivas de las que iba a ser objeto en muy poco tiempo. El hombre llegaba a la Luna en aquellos días convirtiéndose, tal vez, en la última promesa cumplida del Presidente John Kennedy y parecía desdibujarse peligrosamente la distinción entre lo correcto y la rastrera ventaja política. Y también cabe preguntarse qué es lo que haría cada uno de nosotros en semejante situación. Lo cierto es que no se hizo lo que se debía y eso, en aquellos tiempos, aún era bastante decisivo.
Y es que mantener la honestidad mientras se ejerce la política no deja de ser un ejercicio de equilibrismo bastante temerario. Es demasiado fácil ceder a las tentaciones del poder y, a la vez, resulta pavoroso enfrentarse con la carga de responsabilidad a la que algunos deben hacer frente. Más aún cuando esa carga se mide bajo el parámetro, siempre injusto, de la comparación. Y la ilusión, mientras tanto, se extravía, ahogada, en un lago de votos y de mentiras.
César Bardés
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