El pasado suele ser un cobrador implacable. Puede tardar más o menos en llamar para reclamar las deudas, pero siempre lo hace. Y, muy a menudo, lo consigue de la forma más traicionera. Sin recompensas, sin agradecimientos, sin más rastro que el rencor, sin más heridas que el orgullo triturado. Al fin y al cabo, el pasado es lo que hace que nos convirtamos en lo que realmente somos. Y no caben demasiadas excusas.
Y el caldo de cultivo ideal para que crezca el rencor con el pasado llamando a la puerta es el entorno familiar. Ahí se saben todos los secretos, todas las confidencias a voz baja, todas las vergüenzas que cualquier clan se esfuerza por ocultar con la esperanza de que el olvido agarre al pasado y se lo lleve. Eso no siempre ocurre. Hay algunos que se esfuerzan por sacar posiciones de ventaja cuando las cosas se ponen feas y otros, los más áridos, tratan de encontrar la palabra justa que haga daño, que emponzoñe el ambiente, que haga recaer para siempre la sombra de la sospecha en el blanco de sus comentarios. Sí, aún existe la España de la envidia, del odio, del desprecio y de la amargura.
Así que ahí tenemos a una familia que se va a juntar por una celebración. Todos se lo pasan bien. Beben como cosacos y tratan de llevar el jolgorio hasta las últimas consecuencias. Quizá ahí es donde reside la parte más brillante de la película de Ashgar Farhadi, tratando de extraer la naturalidad del instante y agarrando por las solapas la pesadez del evento, con su bebida de más, su estómago repleto, sus bromas estúpidas y sus bailes cansinos. Aunque, claro, como hay que celebrarlo, todos se lo pasan muy bien.
Sin embargo, Farhadi no se detiene ahí e intenta construir una especie de híbrido entre El infierno del odio, de Akira Kurosawa, y la famosa serie de los años ochenta Falcon Crest con uvas incluidas. La intriga se convierte en melodrama y comienzas a no creerte demasiado todo el asunto porque, entre otras cosas, esas interpretaciones que has visto tan espontáneas y tan casuales, se convierten en una maquinaria de engranajes que se retrasan cual reloj de campanario de pueblo. Hay elipsis absurdas que, más que sugerentes, son torpezas; existen flecos de altura cuando se da importancia a algo que, luego, no la tiene; se palpan algunos errores de ritmo bastante evidentes; y, para completar el baile, se nota una cierta precipitación en alguna de las aristas del planteamiento. No obstante, es de alabar ese cambio de tono que va experimentando la historia, como si se quisiera oscurecer la luz del sol con las actitudes de algunos personajes y la resolución del misterio es leve, como un romance adolescente que empieza rápido y termina con brusquedad.
Es evidente que Farhadi ha realizado un trabajo de campo bastante exhaustivo, resaltando algunas peculiaridades del carácter del español profundo y, con cierta inteligencia, ha conseguido reunir un plantel de actores secundarios de mucha categoría que dan perspectiva a todo con sus miradas, sus trabajos previos, sus debilidades, algo que no se puede decir con tanta precisión si hablamos de Javier Bardem y Penélope Cruz. Pero vamos a callar ya, no sea que se corra la voz y nos demos cuenta de que, en realidad, actuar es algo más de lo que ofrecen y algo menos de lo que muestran.
César Bardés
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