Los escritores suelen poner el alma en aquello que escriben. Su proceso de creación se compone de una suma de experiencias, sensaciones, impresiones y mentiras que, poco a poco, van tomando cuerpo en una narración que suele ser insólita y única. Es un proceso agónico, en el que nunca se sabe si se está llegando a la madurez o, simplemente, se está haciendo el juego hacia esa burlona hoja de papel en blanco que mira con su virginidad ciclópea lanzando un desafío. Es una forma, como otra cualquiera, de traspasar a frases una parte importante de sí mismos.
Muchas veces, las dificultades son necesarias para que ese compendio sensorial fructifique en una obra maestra que recorre los espinazos con un escalofrío de gramática y entra de lleno en la eternidad. Y, en determinadas épocas, uno de esos escollos casi insalvables era el mero hecho de ser mujer. Sin embargo, muy incautos eran los que creían que, con una simple prohibición repleta de prejuicio, eso iba a parar a esos seres que, en muchas ocasiones, están hechos de coraje y de osadía, de rebelión y de reto, de rabia y de empuje. Y eso es algo que tuvo que sufrir una escritora de la inmensa categoría de Mary Woolstonecraft Shelley.
No cabe duda de que la película gira en torno a su protagonista, Elle Fanning, que consigue llevar adelante un papel difícil, que oscila entre la coquetería y la seducción, entre la genialidad y lo razonable. Y la cinta tiene momentos de gran altura combinados con otros que no lo son tanto, con, además, la inclusión de una secuencia que llega a ser bastante ridícula. Tal vez porque el afán de su directora, Haifaa Al-Mansour, sea llevar las cosas al extremo de la androginia, perdiendo por el camino parte del valor que tiene el intento. Los actores masculinos son bastante lamentables, empezando por Douglas Booth en el papel de Percy Shelley y terminando por el extravagante Tom Sturridge como Lord Byron que realiza una creación más cercana al cantante Freddie Mercury que al inmortal poeta romántico. Sólo el veterano Stephen Dillane como William Godwin se salva de la quema y algunas de las mejores escenas le pertenecen.
Y es que es muy distinto creer que los escritores románticos eran unos radicales que pintarlos como si fueran unos seres bastante grotescos, que se escondían detrás de su radicalismo para practicar la promiscuidad sin ninguna vergüenza. Incluso un momento fundamental de la biografía de la propia Mary Shelley como puede ser esa velada a las orillas del Lago Le Mans en Suiza en la que Percy y Mary Shelley, Lord Byron y John Polidori, probablemente con algunas copas de más, comenzaron a desplegar su talento contándose unas cuantas historias de miedo en una noche de tormenta, se obvia completamente y, sencillamente, no existe. Mala elección teniendo en cuenta las posibilidades enormes que una secuencia así podría tener en una historia que lo pide a gritos.
Así que entre aciertos y errores se mueve la hazaña de esta mujer que rompió moldes y fronteras para recordarnos que la soledad es algo que nos acompaña a todos y que el abandono lo practicamos sin ningún remordimiento, como criaturas monstruosas dejadas a su suerte en la imaginación de una obra maestra que, por fuerza y por justicia, tuvo que escribir una mujer.
César Bardés
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