Cuando un político cree que tiene una idea brillante, es hora de buscar refugio. Desde ese momento se desencadenarán una serie de hechos que acabarán en la inevitable decisión de dejar a todos en la estacada. No importa si se pertenece a la CIA, a la DEA, al Ejército o a un cártel. El resultado será el mismo. Los objetivos no se conseguirán, habrá muertes injustas, flecos por todas partes y la molesta sensación de que ha corrido demasiada sangre por nada.
Los cárteles de la droga han desarrollado el comercio de emigrantes convirtiéndolo en su fuente de ingresos más rentable. Lo peor de todo es que el país que se supone que debe recibirlos, tampoco quiere a todos esos parias sin hogar y no sirve de nada crear planes geniales para acabar con los cabecillas porque siempre habrá otros que estén dispuestos a ocupar su lugar. Así que a alguien se le ocurre que es mejor gastar unas cuantas balas para provocar una guerra que no existe. De ese modo, puede que se fragmenten los cárteles más poderosos y la crueldad sólo resida al otro lado de la frontera.
Para ello, se necesitan soldados experimentados, que saben lo que deben hacer, dispuestos a matar o a morir. E, incluso, arrasar unas cuantas lealtades que el diablo vestido de traje y tirantes ignora que existen. Todo es un juego prescindible cuando hay demasiadas vidas imprescindibles que se han perdido. Y no vale de nada ser un experto en la supervivencia. Es posible que también acaben sin rostro, planeando un futuro de muerte en las mentes más débiles. Todos sacan provecho y ninguno vive de verdad. No deja de ser una tentación para cualquier diablo que se precie.
No cabe duda de que Stefano Sollima, director de esta película, está muy lejos de parecerse a Denis Villeneuve, responsable de la primera parte. Desgraciadamente, tampoco está Johan Johansson aportando esa irresistible tensión con su música. Emily Blunt se quedó por el camino de los ideales de su protagonista y la historia, aquí, pierde fuerza porque el fascinante personaje de Alejandro Gillick, interpretado otra vez de forma muy eficaz por Benicio del Toro, comienza a ser demasiado cercano. Hay secuencias que atrapan y otras que son, sencillamente, vulgares. No estamos ante ese planteamiento terrible que tenía la primera parte. No encontramos la magia que tanto nos cazó y nos mantuvo presos. Quizá ya no sentimos esa inquietud. Sólo estamos pendientes de lo que ocurre con unos personajes que parecían estar caminando sobre el alambre y ahora se hunden en el tópico. Y es una lástima. Ambas historias, escritas por el guionista Taylor Sheridan, tenían suficiente gancho como para mantenernos alerta. Es mejor retirarse y quitar la visión nocturna.
Y no deja de haber advertencias sobre ese flujo migratorio que puede traer un río de sinrazón entre la inocencia que trae consigo las ganas de sobrevivir, o la seguridad de que a eso sólo se le puede combatir con jugadas sucias, bajo manga, devolviendo la misma moneda a todos aquellos que se aprovechan de las debilidades humanas para llenarse los bolsillos y matar su propia conciencia. En el fondo, en su denuncia, hay un claro espejo deformante de la actitud que muchos asumen ante un problema que, durante mucho tiempo, va a tener infinidad de clientela. Y la solución nunca podrá ser convertirnos en sicarios de nuestra propia moral.
César Bardés
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