Uno de los grandes problemas en el cine de Wes Anderson radica en la búsqueda incansable del equilibrio entre argumento y sátira. Mientras en El gran hotel Budapest ese punto intermedio era casi perfecto con el fondo de Stefan Zweig, en sus últimas propuestas como La oficina francesa y la insoportable Asteroid City, el argumento importaba muy poco y la sátira, demasiado. En esta ocasión, consigue contar algo más sin abandonar ese estilo tan suyo de viñeta casi de dibujos animados en imagen real, pero tampoco llega a convencer. Tal vez haya llegado la hora de que Anderson cuente otras cosas o, incluso, que las cuente de otra manera. Comienza a ser bastante aburrido.
Es cierto que en el apartado satírico consigue dar en la diana con dos o tres cosas y, por supuesto, Anderson es uno de esos directores que cuenta con legiones de admiradores que le encumbran hasta los puestos más altos de la mitología artística, lo que hace que se sostenga por los pelos en su apenas ganado prestigio. Mientras tanto, nos entretiene (es un decir) con una trama conspiranoica sobre los sucesivos intentos de asesinato de un acaudalado magnate que va de aquí para allá tratando de conseguir financiación para tapar una brecha pecuniaria de la que se nos va informando con sucesivos carteles, siempre inmersos en esa supuesta perplejidad graciosa que siempre propone.
Entre medias, tenemos a un protagonista que no se toma demasiado en serio a sí mismo, como Benicio del Toro, que lo hace realmente bien, y está adecuadamente acompañado por Michael Cera, un agente doble, que se vuelve triple, cual Jekyll y Hyde de personalidad aún más múltiple. También aparecen por allí Tom Hanks, Scarlett Johansson y Benedict Cumberbatch, en uno de los papeles más absurdos y gruesos de su carrera. A veces, uno se llega a preguntar qué diablos hace que los actores acepten determinados papeles.
Cuéntame algo, Wes, aunque sea una sucesión de chistes sin gracias…espera, que eso es lo que haces salvo cuando te pones algo ácido y sí que consigues sacar un par de sonrisas. El resto es inocuo, vacío. Y ya no digamos cuando te elevas a las mismas puertas del cielo y vemos que Bill Murray es Dios, Murray Abraham uno de los guardianes de la ley celestial y Willem Dafoe se viste con los ropajes de un sumo sacerdote. Todo eso para decir que Dios tiene muy poco que ver con lo que hacemos por aquí abajo. Espléndido.
Así que yo que ustedes, no perdería el tiempo. Me agarraría un libro de Tintín, especialmente de la mitad hacia el final de la colección. Por lo menos, ahí te cuentan una trama de misterio o de aventuras que, a buen seguro, deja en pañales lo que Anderson trata de no-contar. Es lo que pasa cuando se gastan adjetivos superlativos para ensalzar un supuesto genio y se llega a creer que cualquier cosa que hagan es maravillosamente punzante y brillante y todo lo que se les ocurra que termine en “ante”. Incluso, delirante.
En el fondo, Anderson nos está diciendo que vivimos una farsa que, en realidad, tiene muy poca gracia y que estamos dominados por los de siempre. Es una lástima que la imaginación también sea un combustible escaso y que estemos enchufados a una corriente eléctrica que no nos llega para un viaje completo. Si quieren colaborar para tapar esa brecha económica que él pretende llenar con cada una de sus películas, adelante. Puede que, en el fondo, los villanos sean ustedes.
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