El oleaje de la piel (París, distrito 13) - Berenjena Company

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9 abr 2022

El oleaje de la piel (París, distrito 13)



Seres perdidos en junglas de cemento frío que esconden su personalidad en la impasible modernidad. Seres obedientes a sus deseos más profundos que navegan a la deriva porque no encuentran un corazón en el que amarrar. Seres de nada y viento que destacan por su superficialidad y su apatía porque su dolor se esconde tras una leve sonrisa, su pasión se oculta a la sombra de una mirada sin expresión, su destino se resiste en el blanco y negro de una vida anodina.


Son seres que aprovechan las oportunidades sin pensar demasiado en las consecuencias, que dicen lo primero que se les viene a la cabeza porque ése es el deseo que anida en sus pensamientos inmediatos, aunque mañana el arrepentimiento pueda condicionar sus gestos. La auténtica verdad se escapa por los resquicios de la comodidad, de la necesidad de no complicarse demasiado. Y así se salta de nido en nido, sin responsabilidades, sin ataduras, sin que un minuto siga a otro. No hay poesía en todo ello. Sólo prosa que, a menudo, ofende. Saben que la estupidez abunda y que ellos la alimentan. Saben que el largo día acaba y que el resultado suele ser cero.


Bandear no suele ser el mejor estilo de vida, por mucho que se quiera disfrazar de comportamiento liberal y moderno. Lo que hoy se disfruta, puede acabar al minuto siguiente para buscar otra motivación. Y nunca es suficiente. No vale fiarlo todo al oleaje de la piel, al sexo para llegar a una meta que siempre se encuentra más allá. Todo se deja atrás mientras todo se ofrece por delante. París sin torre, sólo con cristal, sol y lluvia sobre la huida. Todo estará repleto de errores y sólo cuando las cosas encajen debidamente habrá un ligero, tenue y casi ridículo intento de felicidad. Mientras, el deseo seguirá jugando con su burla. Y será difícil librarse de su abrazo.


Jacques Audiard sorprendió a medio mundo con Los hermanos Sisters y, ahora, vuelve al terreno más urbano para narrar las idas y venidas de unos personajes leves, ciertamente aburridos, moralmente reprochables, intelectualmente ahogados. Con una espléndida fotografía en blanco y negro, es posible que la originalidad presida toda la historia, pero, en resumen, lo que le ocurra a estos náufragos de la acera importa más bien poco. Quizá se pueda comprender sus irresistibles ganas de no salir de su zona de confort, pero, con mirada lúcida, no deja de ser un retrato cosmopolita, políticamente muy correcto, que resulta débil desde la base porque apenas hay humor y sí mucha crueldad aplicada con relatividad. Por el camino, Audiard nos enseña alguna historia que no lleva a ninguna parte, que no tiene incidencia directa en la trama, con reacciones pretendidamente liberales cuando, en realidad, son comprobadamente viles. Y es que no hay nada peor que jugar con la ilusión, porque se matan sueños, se confunden ideas, se pierden rumbos y desaparecen presencias.


Así que ahí van unos cuantos traumas bien empaquetados. Con su miedo a la estabilidad, como si eso pudiera ser una forma de vida aceptable e, incluso, divertida. Y sólo se acoge esa estabilidad en el momento en que no hay ninguna salida más. El mundo se hace cada vez más pequeño, las paredes se estrechan, las profesiones se degradan y el tren sigue pasando y deteniéndose en los mismos lugares. Algunos se suben mientras otras deciden quedarse en el andén. Y las olas que se erizan en el agua de la piel se convierten en una forma de vida que sustituye la eterna sensación de vacío.


César Bardés

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