El lejano Oeste tal vez no fue tan heroico, ni fue ese forjador de caracteres que dieron lugar a múltiples leyendas a uno y a otro lado de la ley. Sólo fue un ambiente salvaje, de ley muy dudosa, en donde uno actuaba a propia conveniencia. Algunas veces eso era lo correcto. Otras, en cambio, era el lado opuesto de la moral humana. Lo único que hablaba con autoridad era un cañón, casi siempre disparado a traición y sin ningún escrúpulo. Se estaba más allá de cualquier consideración humana así que la honestidad brillaba por su ausencia.
Así que ahora toca asistir al periplo de dos hermanos que se ganaban la vida cazando supuestos objetivos peligrosos señalados por un todopoderoso terrateniente que consideraba que ponían en peligro sus intereses. Desde el asesinato a sangre fría hasta la conciencia de que no todo el mundo es malo en todo momento, esos hermanos son diferentes en su concepción de la vida. Uno es un asesino despiadado, que no se plantea el valor de la vida porque tampoco concede ninguno a la muerte. El otro ya comienza a estar de vuelta y, tal vez, sin darse demasiada cuenta, está incubando la idea de abandonar ese nomadismo a sueldo con rastro continuo de sangre. Sueña con el lejano perfume de una mujer, sueña con la tranquilidad de descansar en una cama después de un largo día de trabajo, sueña con el café caliente debajo de un techo.
El destino se encargará de zarandear los deseos de ambos, ayudado por el error de la ambición. El encontronazo será tan terrible que sólo será posible emprender el viaje de vuelta hasta sus últimas consecuencias, aunque eso signifique que sea posible no terminar el trayecto. Las balas volverán a silbar y ellos deberán disparar tiros en la nuca de sus enemigos sin atender a plegarias ni súplicas. Quizá no sea tan fácil abandonar esa vida, después de todo. Al fin y al cabo, el oro no brilla porque sí en el fondo de los ríos. Y tratar de hacer lo correcto de nuevo va a requerir de un largo y penoso aprendizaje.
Jacques Audiard ha dirigido esta película con la sombra del director Arthur Penn en el horizonte. Sus personajes pintorescos, volubles, mentirosos y mezquinos recuerdan a los que poblaban las películas del maestro de la generación de la televisión de los años sesenta. La desmitificación está ahí, tal y como se exhibía en Pequeño gran hombre, o en la siempre despreciada Missouri y el Oeste se traza como un paisaje inhóspito, que deja ciego al que osa desafiarlo y mata sin piedad. En algunos tramos, la cinta es algo morosa, como si le costara avanzar. En otros consigue captar la atención con sus tiroteos cortos y violentos. Es en los caracteres donde Audiard pone el acento gracias a las interpretaciones de John C. Reilly y de Joaquin Phoenix y, también, de una inspirada y atípica partitura de Alexandre Desplat. El resto, ya se sabe, es sumergirse en esos personajes doblados, sin rectitud ni coherencia alguna, que sólo tratan de estar vivos un día más. Es la ley del disparo, la sentencia del revólver y la condena urgente e inmediata. Y más vale no pensar demasiado en lo que se va a hacer porque eso podría atraer la puntería ajena.
Es hora de dejar que el cálido sol acaricie la piel del jinete errante y, en un páramo algo desolado, es posible hallar un remanso de paz que, a buen seguro, no podrá durar. El destino, sí, se burla de unos y de otros y no cabe duda de que, de vez en cuando, deja actuar a la fortuna. Y cuando eso ocurre, el cinturón se cuelga a los pies de la cama y es tiempo de disfrutar el hecho de que, por un minuto, todo esté en orden.
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