Las heridas más profundas no suelen cicatrizar nunca. Y menos aún si se trata de suplantar al más grande de los héroes con el fin de que una conspiración tenga éxito. Las traiciones están llenas de rincones esquinados, adornados con telas de paz, que delatan las más bajas pasiones humanas. Las luchas se sucederán y, una tras otra, se destaparán los complots para conseguir una ciudad, una mujer, una posición y, finalmente, el trono. Y la lluvia de bambú no parará de caer, hiriendo con sus lanzas de agua cualquier atisbo de honestidad.
El gris domina el horizonte e inunda el presente. Es el color de la discreción, aquél que es capaz de tapar el engaño de la suplantación y la connivencia. También hay dolor en los interiores porque los años han pasado y la juventud se fue despavorida al comprobar que la vida que se tenía que atravesar no era la que correspondía. Las alianzas entre reinos son débiles porque se basan en el olvido de antiguas rencillas y, en el momento en que salen a relucir, la espada vuelve a llamar a la batalla con su seco ruido metálico buscando el jugoso sonido de la carne ultrajada por su filo. Y la lluvia de bambú continúa, impertérrita e implacable, inundando la verdad que sólo puede aparecer distorsionada por el inútil juego del poder. Y es inútil porque siempre requiere el silencio del menos indicado.
Zhang Yimou articula una película estéticamente fascinante, manteniéndose en el gris para ofrecer una historia en blanco y negro a todo color. A lo lejos, se puede intuir su propia obra, La casa de las dagas voladoras y, desde luego, también el cine más crispado de Akira Kurosawa encarnado, ante todo, en su maravillosa Kagemusha. El resultado es una obra fascinante de ver, no apta para aquellos que absorben el cine más comercial y que sólo esperan una película de acción de saltos imposibles y piruetas sorprendentes. Su concepción de la batalla es imaginativa y, aunque poco real, se acepta con ansia, pidiendo más ya que difícilmente se podría pedir algo mejor. No cabe duda de que el agua también es un arma y la paciencia es un hacha que surca el aire con lentitud, pero todo es un filo que no deja de buscar su víctima y en ningún momento se pierde el sentido. No es fácil dirigir así.
De este modo, asistimos a la eterna lucha entre el ying y el yang, dando principio a la leyenda y al pensamiento, haciendo saltar salpicaduras de ira entre duelo y ataque. La compasión huye presa del pánico porque los combates son descarnados y la sangre no tarda en hacer su aparición. Y las heridas no sanan, porque la suave llamada del poder no deja nunca de sonar en los oídos de todos sus protagonistas. Nadie quiere dejar de ser lo que es, salvo aquel que no es nada más que una sombra. Y es que para que haya una sombra, forzosamente, tiene que existir un original. Lo peor es que, en muchas ocasiones, esa sombra puede ser más atractiva y, aunque más débil, luchará por hacerse un sitio en la carne y en el hueso, recuperando su pasado, abriéndose camino hacia un futuro que requerirá de complicidades y de sacrificios enormes. La lluvia de bambú será testigo de todo ello porque el agua lo hace todo más físico, pero también lava los pecados de la ambición. Caerán los estandartes y los días vendrán cargados de la gloria del silencio. Es el precio que habrá que pagar por asesinar a la misma arrogancia de ofensiva carcajada.
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