No hay más preguntas, señoría (El juicio de los 7 de Chicago) - Berenjena Company

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22 feb 2021

No hay más preguntas, señoría (El juicio de los 7 de Chicago)



Hubo un tiempo en que el mundo sabía que la incitación a la violencia era un enemigo de cualquier democracia, y que no era precisamente la mejor solución para mejorarla. En un país confuso, desorientado por una guerra que se libraba a miles de kilómetros, en plena lucha por los derechos civiles y que veía, impotente, cómo se acababa con los líderes que llevaban adelante las causas más justas, comenzaron a entremezclarse los diferentes conceptos que realmente importaban. Puede que los más activistas no fueran lo más culpables. Puede que los más listos fueran los que se refugiaban en un acogedor silencio que les convertía en cobardes. Puede que la administración de justicia distara mucho de ser ecuánime. Y, aún así, desde la movilización pacífica, diciendo verdades, espetando realidades que dolían, se conseguía el avance.


Por eso, fue tan importante el proceso a los siete de Chicago. Puede que tuvieran o no razón, pero se les acusaba de conspiración cuando, en realidad, no eran más que la expresión evidente de que la gente quería moverse en determinada dirección. Y la todopoderosa maquinaria del Estado se negaba a cambiar su posición porque eso no era más que un signo de debilidad cuando, también, lo era de justicia. Algunos de ellos, merecían la pena; otros, estaban destinados a introducirse en los resquicios de la siempre traicionera política; y aún otros, usaban el vitriolo para dejar en vergüenza las carencias del sistema. Todos los sistemas tienen carencias. Y es de necios pensar lo contrario. Cualquier democracia, incluso la más perfecta que se nos pueda ocurrir, es mejorable. Y tratar de hacer que sea más perfecta y más plena es la obligación de cualquier ciudadano que quiera pronunciar libremente la palabra libertad.


Aaron Sorkin nos presente este universo convulso, donde la libertad de expresión es vigilada y donde lo inconveniente es el límite. El derecho de cualquiera termina cuando empieza la libertad del de al lado. Si esto no se asimila, entonces ya no se tienen derechos, comienza la sinrazón, la aparición de la despreciable violencia, la terrible rutina de la manipulación. En algunos pasajes, la película resulta brillante, con un ritmo excepcional, manejando una triple acción paralela que no coincide en el tiempo y, sin embargo, también se recorren algunos trechos flojos, que merecen algo más de énfasis, por mucho que, sin lugar a dudas, se intente apelar a la emoción sin recato. Cualquier vida es digna de ser defendida, cualquier ciudadano tiene la obligación de defender sus derechos y hacerlo dentro de la legitimidad.


En cuanto al reparto, resulta difícil escoger a los más destacables. No hay un protagonista claro, pero es evidente que Mark Rylance, como el combativo e imaginativo abogado, Eddie Redmayne como el futuro Senador Tom Hayden e ínclito marido de Jane Fonda, Sacha Baron Cohen como el activista más vitriólico y preclaro de todos los acusados, Frank Langella como el juez más anárquico de la historia del cine y la breve aparición de Michael Keaton en lo que es un auténtico modelo de declaración, elevan la película muy por encima de lo que suele ser habitual, siempre poniendo el acento en la conveniencia política, en el cálculo electoral, en el irritante retorcimiento de las palabras de exaltación de los líderes que están intelectual, cultural y moralmente muy lejos de otros que tenemos mucho más cercanos. La democracia, siempre prostituida y maltratada por los que hacen de ella algo sucio y sin demasiado valor, debe prevaler por encima de cualquier otra consideración. Y el que lo niegue o aliente actitudes que vayan en contra de ella, no es más que otro carnicero deseando usar el cuchillo.


César Bardés

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