Llevar una pelirroja a bordo siempre es un signo de mala suerte. Eso lo saben bien los viejos lobos de mar. Y, si a eso le añadimos que la chica, a base de meter la cabeza en ordenadores y estudios, ha desarrollado una leve sociopatía, entonces las alarmas saltan en todas las direcciones. En un barco de pesca, la convivencia es difícil, el espacio, escaso, y las relaciones son tan cercanas que es inevitable que salten chispas. Por si fuera poco, también subimos a un barco que arrastra graves problemas económicos y la angustia se halla adherida a todas sus redes de arrastre.
Esos problemas hacen que el barco se adentre por aguas prohibidas y muy profundas. Son esas mismas en las que abundan las criaturas abisales. La capa de agua amenazante del mar, en esa zona, se convierte en algo totalmente desconocido y en ese pequeño latir de ligeros vaivenes acuáticos late el íntimo deseo del mar de agarrar la presa que tiene predestinada. Al principio, todo será aceptado como algo, hasta cierto punto, corriente. Sin embargo, los secretos del océano se precipitan y la amenaza comienza a horadar las paredes de madera del viejo pesquero. No hay demasiadas salidas. La razón se abre paso. Y la muerte se dará un paseo con su caña de pescar.
Neasa Hardiman dirige su primera película y, como primera experiencia, hay que señalar que sabe plantear la historia con unas cuantas situaciones atractivas y bastante creíbles, pero que el desarrollo y el desenlace corren serio peligro de derrape en alta mar. Visita demasiados tópicos, quiere repasarlos todos y, como no le da mucho tiempo, pasa de puntillas sobre algunos de ellos. Además, ciertos diálogos son bastante ingenuos, huye de las transiciones, e, incluso, deja sin cerrar el destino de algún que otro personaje. Para ello, más allá de las actuaciones de los más conocidos, como Connie Nielsen y Dougray Scott, se apoya, sobre todo, en la comedida interpretación de Hermione Corfield, que consigue ser atractiva a pesar de su evidente antipatía y trata de hacer de ella el centro de la acción, lo que lleva a las inevitables explicaciones que no se sabe muy bien de dónde las extrae y a conocer un poco más la naturaleza de esa criatura abisal, desproporcionadamente grande, que trata de engullir a un barco entero.
Y es que algunas personas están más en el mundo en el que se mueven que en la realidad. Por eso, tal vez, la intuición animal sabe cuál debe ser su destino. Quizá tengan que vivir en ese mundo que se han creado, en esa pasión incontrolable por el estudio y por la ciencia que, demasiado a menudo, niega la existencia de un mundo feo, obligado a la relación y a la socialización forzosa. Recordemos que el mar sólo devuelve a algunas de sus presas y puede que sea más sabio de lo que creemos. Y allá abajo viven criaturas que no hemos llegado a imaginar ni en el peor de nuestros sueños. Es posible que una de ellas contagie algo a través de una gelatina, o que se adentre en la sangre para estallar todas nuestras furias y acabar con todo de una vez. El personal que trabaja en el océano es ideal para introducirse en él porque la fiebre del mar aparece cuando menos se piensa, cuando las horas de sueño están reducidas al mínimo y el conocimiento se niega a entrar en el raciocinio. El salitre sazona los arranques de ira y quema la angustia con gritos de socorro. Y es tiempo de mirar hacia abajo y saber si algún monstruo de las aguas profundas nos pisa la quilla deseando encontrar aquello que le pertenece.
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