Puede que, en determinado momento del otoño de nuestras vidas, echemos la vista atrás y lleguemos a la conclusión de que el viaje ha sido apasionante, pero que, en cualquier caso, estemos condenados a la soledad. Los instantes de esplendor han pasado, el disfrute con lo que hacíamos se ha esfumado y ya no quedan más que un buen puñado de preguntas que no tendrán respuesta en este festival de cine que ha sido nuestra existencia. Es la hora de pasar página, de tener alguna relación platónica, de afrontar el enorme fracaso que, en la mayoría de los casos, somos. Y si se hace de un modo un tanto desenfadado, mejor que mejor.
Cuando sólo se llega a ser una masa informe de nostalgias e hipocondrias, quizá la muerte sea una salida bastante más esperanzadora que una colonoscopia. Las palabras ya no salen más que para audiencias sordas y hay que dejar paso al hecho de que, tal vez, tu pareja ya no se lo pasa bien contigo. Sin embargo, en San Sebastián, es posible que los sueños sean una última caricia a la realidad y el tiempo, una vez más, venza.
Rifkin´s Festival puede ser la despedida de un cineasta que ya no tiene cámaras. Es el testamento de un hombre mayor que ya ha experimentado el ocaso, que sabe que ha dejado mucho más atrás que lo que le queda por delante y que no hay demasiado sitio para ilusionarse con el amor. El protagonista, Wallace Shawn, deambula por esos lugares de brisa fresca y ambientes cálidos tratando de agarrarse al estetoscopio de una médico que está en pleno proceso de autodestrucción, pero que ya ha perdido la valentía de cambiar su destino. Gina Gershon, su mujer, aún se ve atractiva y se pierde en el dulce canto de un sirena que no dice más que simplezas disfrazadas de profundidad. En medio, el ojo de un cineasta como Woody Allen que entona una especie de canto del cisne en el que pone en juego su habitual desprecio por las falsas posturas, la impotencia de alcanzar últimas oportunidades y su inquebrantable amor por el cine, por el buen cine, por el único cine.
No es la mejor película de Allen, ni mucho menos. No es una comedia, aunque exhiba ese tono de cejas levantadas. Y coquetea con el patetismo de la vejez como si fuera una última conquista. Es la mirada de alguien que se siente fracasado aunque no le da mucha importancia porque le trae sin cuidado la posteridad. Es el lamento de una generación que creció educada por las salas de cine, con historias inolvidables que no han pasado nunca de moda y que, por desgracia, permanecen desconocidas para la gran mayoría de los jóvenes. La hora de irse aún no ha llegado, pero se presiente. Y es mejor hacerlo con una sonrisa.
Mientras tanto, el espectador se enamora platónicamente también de San Sebastián y desearía tomar algo en una terraza, sentir el salitre del aire, mirarse un poco hacia adentro y dar algo más hacia afuera. Allen te lleva de la mano por varios escenarios con cierto temblor, con el pasito corto y la mirada sin demasiada ilusión, pero, por el camino, hace varias paradas en la capacidad que aún se posee de observar a alguien con embeleso, de tener la certeza de que nada es para siempre, de comprobar que ninguna vida es perfecta por mucho que lo parezca y de saber, con absoluta seguridad, que, a veces, la vida está dirigida por Orson Welles, otras por François Truffaut, en alguna ocasión por Claude Lelouch, puntualmente por Federico Fellini y por la ilógica narrativa de Jean Luc Godard y, algo más a menudo, por Ingmar Bergman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario