Hace tiempo, unos pocos años, se creía que se podía cambiar el mundo echando una mano allí donde más se necesitaba. Ahora, muchos días y trajes y corbatas después, aquello forma parte de un pasado que, quizá, nunca existió. Tal vez porque se llegó al convencimiento de que un par de manos, al fin y al cabo, no arreglaban nada y que más valía trabajar para sí mismo que para algún fin caritativo que tampoco tendría ningún reconocimiento. Sin embargo, tras muchos pactos en los despachos, el pasado se sienta ahí enfrente y trata también de negociar un rescate.
Y es que en un país donde se ha institucionalizado la violencia y el continuo ultraje a los derechos humanos, es fácil recordar de dónde se viene y saber a ciencia cierta hacia dónde se ha ido. El lujo se superpone con la pobreza y mediar entre un gobierno y unos terroristas por la vida de un compañero no es tarea fácil en un lugar donde ya no hay piedad. Los intereses económicos se convierten en la principal razón de todo de un modo imbatible. No se puede actuar contra ellos porque la maquinaria de la explotación y de los beneficios sigue su curso y no se detendrá si debe aplastar a alguien. La muerte es algo cotidiano en Guinea y se la puede ver paseando por las calles, eligiendo a sus próximas víctimas, destrozando cualquier atisbo de esperanza, aniquilando la posibilidad de vivir sin hambre y sin miseria. Ella también es un sicario pagado por el poder. Y se aviene a cumplir su contrato.
No deja de ser contradictorio el hecho de querer estabilidad aceptando un trabajo en el lugar más inestable del mundo. Tanto es así que el mundo ha dado una vuelta completa y aquel cooperante de ONG se encuentra con el ejecutivo de las Naciones Unidas en el que se ha transformado a través de un hombre que conoció en el pasado y que resulta ser el secuestrador del ingeniero que él quiere salvar. Sí, el mundo ha dado una vuelta completa y, a lo mejor, hay que rastrear el camino que ha seguido para que conozca de verdad a los hombres que lo han habitado en el mismo lugar hace bastante tiempo.
Hay una gran virtud que adorna esta película y es la dirección medida y cuidada de Esteban Crespo, con una producción nítida, sin miedo a las escenas de acción, con mimo y cuidado. Por otro lado, también se echa de menos un poco más de afinación en ese tercio final que resulta desangelado y previsible, algo tramposo y, quizá, reiterativo. Sin embargo, es el defecto justo para no despreciar la película en su conjunto, con trabajos competentes y elogiables de Raúl Arévalo y Candela Peña y una excelente fotografía, llena de detalles y nitidez, a cargo de Ángel Amorós.
Y es que la mano de occidente corrompe todo lo que roza. Los países que tratan de entrar en el desarrollo después de sufrir el colonialismo absorben todo lo que puede ser de ayuda para convertirse en una pieza más de corrupción de sus propios dirigentes. Nadie quiere perder el negocio de un país empobrecido y todos tratan de empujar hacia su propio beneficio. Allí están los políticos locales, las empresas multinacionales, los intereses de potencias extranjeras. Mientras, el país se desangra. La gente, que posee sus coches y sus casas en ciudades perfectamente asfaltadas, mira hacia otro lado, tranquilizando sus conciencias con donaciones que casi nunca llegan a su destino. Y es entonces cuando surge la rabia, la impotencia, la compasión y la mirada al cielo en busca de respuestas que nunca llegan.
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