Una cuestión de fe (Los dos Papas) - Berenjena Company

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14 dic 2019

Una cuestión de fe (Los dos Papas)


El heredero del trono de Pedro no es infalible. La condición humana se encarga de eso y, es posible, que en la elección de preferencias haya más errores que aciertos. Debajo del traje blanco del papado sólo late el corazón de un hombre que tiene miedo, que puede enfocar la fe de un modo u otro dependiendo, sobre todo, de su trayectoria vital. Los pecados también anidan en él y, a veces, es difícil distinguirlos entre la pompa y el boato de Roma. En realidad, su comportamiento y sus decisiones estarán siempre en función de su propia cuestión de fe.

Anthony Hopkins es el Papa Benedicto XVI. Se trata de alguien que defiende los valores tradicionales de la Iglesia y cree en ellos. Sin embargo, a la hora de juzgar a alguien así, se cae en un error muy común y es que puede ser cualquier cosa menos estúpido. Teme a los cambios porque cree que son formas de ceder a las presiones a las que se ve sometida una institución tan grande y tan seguida. Su concepción de Dios es antigua, algo caduca, pero piensa que lo ve todo y actúa en consecuencia. En realidad, renunció a su pontificado por salud, sin duda, pero también porque estaba inmerso en una crisis de fe en la que sólo recibía silencio. Y, de forma coherente, cree que eso le invalida para el puesto. No oye a Dios. Y piensa que quizá sea una forma de castigo por haber actuado mal cuando debería haber sido determinante y firme. Él es una pieza de música clásica, o un vals ejecutado por un piano solitario.

Jonathan Pryce es el Papa Francisco I. Cree que la Iglesia debe moverse, renovarse, ofrecerse como algo nuevo y orientador. Es partidario de hacerse otras preguntas y de someterse a la autocrítica constante porque, como institución regida por hombres, es falible e imperfecta. Quiere estar al lado de los pobres y también está al borde de la renuncia como cardenal porque, de alguna forma, opina que un simple párroco puede hacer más por ellos que alguien sometido al peso de la púrpura. Por supuesto, lleva una mochila pesada encima, repleta de culpa y de amargura, porque, de nuevo, actuó de forma discutible al contemporizar con la Iglesia con tal de salvar a la orden jesuita por encima de las personas. No es partidario del lujo eclesiástico, pero no critica a quien osa llevarlo. Es una melodía de jazz, o, tal vez, cualquier canción de los Beatles.

Ambos actores, enfundados en la piel profunda de sus personajes, están muy cerca de lo magistral y son sabiduría y tranquilidad. Les dotan de sus visiones particulares de la fe desde perspectivas muy diferentes y, sin entrar en creencias, no deja de ser una lección de teología y de experiencia en todas y cada una de las conversaciones que mantienen. Fernando Meirelles ha dirigido con agilidad, haciendo que el duelo verbal sea, por momentos, tenso, divertido, didáctico y profundo. Tan sólo parece alargarse un poco más de lo necesario en la escena de la sacristía de la Capilla Sixtina, pero utiliza los escenarios con pericia, con algunos instantes de perfecto documental informativo. Ese ritmo de palabra y obra acaba por ayudar a la verdadera razón por la que hay que ver esta película y no es otra que la de ver a dos actores que impresionan de forma extraordinaria con su composición y serenidad.

Y es que la fe no puede explicarse con claridad si no es a través de las acciones y de las respuestas que se pueden dar a cualquier problema que ponga en duda la veracidad de las creencias. La voz de Dios, esa que se ansía escuchar, puede escucharse por una señal que parece haber sido conspirada o porque viene de la persona a la que más se puede temer. Es cuestión de fe y de saber callar cuando el mundo está lleno de ruido.
                                                                                           

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