Esta película no es la historia de un matrimonio. Es la historia de un divorcio. Sin traumas, pero con dolor. Es ese momento en que un miembro de una pareja se da cuenta de toda la frustración que se ha acumulado y decide romper con todo para hallar un camino en el que se encuentre a sí mismo. Es ese instante en que el otro se siente abandonado, despreciado y de frente a sus propios errores. Y es ese sendero de rabia contenida que hay que ahogar para no dejar que el dolor pueda explicar sus verdaderas razones.
Hubo amor entre ellos, no cabe duda. Sin embargo, poco a poco, se fue construyendo ese muro invisible que hace que se olviden todas las complicidades, todos los lugares comunes y toda esa química que hizo magia y les juntó con la ilusión como incansable motor. Las palabras dichas en voz baja esconden el arrebato que causa cuando el fracaso conyugal acude casi de improviso. Al principio, quizá se intente llevarlo todo educadamente, con el raciocinio como cabecera, cediendo aquí, tomando allá, pero, de alguna manera, se trata de vencer y se van cometiendo errores como dejar que los abogados entren en liza. Empieza la búsqueda del resquicio legal que permita desahuciar las emociones del contrario. Y aún parece, de algún modo misterioso, que, en un lugar solitario, hay una cierta mirada de cariño, de nostalgia por lo vivido, del conocimiento profundo con quien se ha compartido la esperanza de seguir adelante.
Llega el momento clave del desahogo, cuando se dicen cosas que no se piensan y se lanzan flechas como palabras. La ira, el insulto, la provocación, el deseo de maldad, la barbilla temblorosa, el dolor inaguantable. Sólo la derrota con un niño de por medio. El dinero gastado en tratar de alcanzar el mejor trato posible. Los absurdos trámites legales. La necesidad de que alguien con auténtica falta de moral les defienda. Nada es como se soñó. Fingir tampoco es una solución. Hay que dejar salir ese dolor de fracaso absoluto. Hay que levantarse de nuevo y estar ahí.
El director Noah Baumbach opta por la contención generalizada en este proceso de separación, con toques de humor llenos de inteligencia y con la colaboración de dos intérpretes conmovedores y versátiles, de amplio registro en unos papeles repletos de exigencia como Scarlett Johansson y Adam Driver. Detrás, unos secundarios que rondan la perfección con los rostros de Laura Dern, Alan Alda y Julie Hagerty. Y, al fondo, la seguridad de que, a la vuelta de la esquina, podemos despertarnos de una placentera posición otorgada por la costumbre para vivir horas de sufrimiento, días de lágrimas y absurdos y meses de dardos envenenados.
Mención especial merece la emoción que desprende Adam Driver en su interpretación del tema Being alive, de Stephen Sondheim, cima de una superación que sólo llega al atravesar el túnel de sentimientos obligados al exterminio por parte del protagonista. La calma se hace de nuevo y quizá haya vacíos que no vuelvan a llenarse en las vidas de esa pareja que trata de mantener la compostura y un leve rastro de cariño aún después del daño. Una cierta sensación de soledad parece que se mueve alrededor del espectador a pesar de que se ha visto una buena película que se sumerge en las débiles almas humanas que deciden romper con todo, porque, de todas formas, todos somos muy conscientes de que no hay ninguna pareja perfecta y eso sí que nos afecta.
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