Nada se consigue con la razón durante una guerra. Excepto, quizá, la muerte de la vida. Nadie atiende a consideraciones de carácter moral cuando la ideología se impone con tal fuerza que no deja lugar a otra opinión. Ni siquiera cuando esas consideraciones están basadas en el conocimiento, arma eficaz contra la manipulación. Puede que don Miguel de Unamuno tratara de apoyar múltiples ideas hasta llegar al convencimiento de que el fascismo y el bolchevismo son las dos caras de la misma moneda.
¿Por qué hay que arremeter contra catalanes y vascos cuando todos somos españoles? ¿Por qué el entendimiento debe pasar por el frentismo y por el fanatismo? ¿Por qué se pueden decir tantas barbaridades contra un hombre al que, fundamentalmente, lo que le dolía era España? Nadie sale bien parado de este intento. Ni el intelectualismo, paralizado por un liberalismo de salón que no fue obstáculo para salir corriendo; ni la República, afectada de una parálisis acuciante que negaba pan y paz para aquellos que creyeron en ella; ni los sublevados, poseedores de la fuerza para vencer sin necesidad de persuadir. España tropieza otra vez en la misma piedra. Y es incapaz de hallar soluciones que contenten a todos.
La razón está pasada de moda. No importa la moderación, ni la voz de la conciencia, ni el patriotismo llevado con el corazón y no con la espada. España sufre y muere siempre. Las conspiraciones se suceden porque allá arriba, en lo alto, sólo hay unos cuantos inútiles sin más oficio ni beneficio que su propio egoísmo. La libertad es una dama insaciable, que exige sacrificios y altruismos. Y mientras no nos quepa eso en la cabeza, volveremos a los gritos y a la crispación, a la destrucción de lo establecido por el mero hecho de extender una forma de pensar. Sea de un lado o de otro. Y todos, sí, seguimos siendo españoles. Aunque, a veces, deseemos cercenar de una vez por todas la piel de toro y volver a tener razones para espetarnos a la cara las verdades del barquero.
Alejandro Amenábar, más allá de unas declaraciones desafortunadas, modifica a su conveniencia lo que el cine pide, que no es más que ficción. Y está legitimado para ello. A ver si ahora vamos a tomar a Espartaco por un santo, a Freddie Mercury por un pobre chico que sólo quería vivir su vida de forma sana y diferente, a Mozart por un adulto con complejo de niño malcriado, o a Robin Hood como el único arquero del mundo capaz de partir por la mitad una flecha clavada en un blanco con otra flecha. Amenábar coge como base el relato de Luis Portillo El último discurso de Unamuno y da una idea de una España que se odia hasta el punto de autodestruirse, con culpas repartidas y honradeces pronunciadas. No es un panfleto. Es, más bien, un aviso. Y una mirada sobre un hombre íntegro que siempre quiso lo mejor para el país. Más pan, más paz y, también, más cultura.
No se puede pasar por alto el excelente trabajo de Karra Elejalde en la piel del inmortal escritor, aunque miedo da pensar si Amenábar hubiera puesto a su otra opción en la cabecera de cartel, Miguel Rellán. Y estupendo es el retrato del dictador que hace Santi Prego, lejos de caricaturizaciones grotescas y ridículas, otorgando respeto a un militar que puede que lo fuera todo, excepto estúpido. Lo cierto es que Mientras dure la guerra, a pesar de todos sus defectos es una buena película que invita a la reflexión. E, incluso, lo hace con cierta valentía. Sin trincheras. Sin disparos furtivos. Sólo con la razón.
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