y sin dolor siquiera y las campanas solas
y el viento oscuro como el del recuerdo
llega el de hoy.
Nuevo día. Claudio Rodríguez.
No es verdad que no tuviéramos un camino. Lo había, pero no estaba previamente trazado, ni imaginado, ni planeado. Eran dos en la carretera -como en la peli de Stanley Donen-, con ganas de parar donde quisiéramos. No había horarios, solo unos lugares que nos apetecía visitar. Esa es la mejor forma de viajar, ese es nuestro mantra; se entiende la comodidad y celeridad del avión, reconforta un viaje en tren, pero cuando tienes la posibilidad de decidir dónde y cómo parar, tu viaje se convierte en una experiencia magnética, maravillosa, personal.
Con buena música mediante y tomando la histórica Ruta de la Plata como nuestra simple guía vertebradora en un viaje deseado pero necesariamente corto (¡muy corto!), tomamos rumbo norte para ir quemando kilómetros. Y los paisajes fueron cambiando, transformándose kilómetro tras kilómetros, mostrándonos lo sugerente de un país que no deja de sorprender en cuanto le tomas el pulso. Por eso, nunca entenderemos la necesidad de irse a un resort de esos de todo incluido a miles de kilómetros para no salir de allí. El paraíso está aquí, en un pueblito con alguna iglesia románica, en alguna ciudad pequeña con un patrimonio histórico-artístico asombroso, en una reserva natural alejada de las miradas de turistas avasalladores, en un campo pelado pero que transmite serenidad. Esa es la grandeza de hacer un viaje de cientos de kilómetros en coche, que tú eres el que manda en el cómo y en el cuando.
Paradas de piedra
Hay que parar. Tanto el cuerpo como el vehículo necesitan combustible. Una pequeña parada para comer algo, para refrescarse y para... maravillarse. Plasencia obró el primer milagro. Están perdiendo el tiempo si no han visitado esta magnífica ciudad cacereña. Altiva, hermosa, espléndida y majestuosa. Epítetos todos que le vienen como anillo al dedo por un casco histórico de impresión magníficamente cuidado y que señorea el conjunto de una villa en la que se hace necesaria una parada más extensa que la que procuramos en nuestro viaje. Un viaje por la Historia del Arte de España es lo que uno se encuentra cara a cara en Plasencia, teniendo especial interés la cátedra en Renacimiento que nos ofrecen la fachada del Ayuntamiento (con el Abuelo Mayorga marcando el paso de los lugareños), las casas-palacio que proliferan por la parte vieja y culminando con una visita a las dos catedrales (sí, dos, como en Cádiz) con las que uno puede extasiarse asistiendo a un festival de motivos y soluciones arquitectónicas. Una visita a sus murallas, icono de Plasencia y una vueltecita por el paseo fluvial del río Jerte son motivos de peso para perderse un par de días por esta joya extremeña.
La carretera pide quemar kilómetros y tras dejar atrás los ocres, amarillos y rojos de las tierras extremeñas, nos adentramos en Castilla-León. Echamos de menos a Salamanca (a la que visitamos recientemente) mirándola de soslayo mientras le prometemos volver pronto mientras encaminamos nuestros pasos hacia otra de las grandes olvidadas y desconocidas de nuestras ciudades: Zamora. Más componente místico y más milagro. Una noche no fue suficiente para nosotros. Zamora te pide más. Te da más. Estará bien cercada (que lo está, tal y como nos recuerda el Romancero), pero es accesible, acogedora, amistosa. Difícil que haya ciudad que te ofrezca lo que esta capital depara: récord mundial en iglesias románicas (23) y casi una veintena de edificios modernistas a tan solo unos metros de distancia. Pasar del silencio y el misterio de la iglesia de Santiago del Burgo a la expresividad de casas como las de Las Cariátides o la de Norberto Macho es una experiencia sensorial única.
Plasencia |
Zamora se pasea bien. Si es con un poco de lluvia mejor. Se respira tranquilidad, paz. Mejor para hacer una visita al Castillo de Zamora bien guarecido por esculturas de Baltasar Lobo mientras que luego rindes honores a la Catedral de la ciudad, con un exuberante románico y una torre escamada que es auténtico símbolo para todos los zamoranos. Zamoranos que deben estar orgullosos de una ciudad limpia, cuidada y viva, donde la poesía surge por los rincones (Claudio Rodríguez vino a este mundo en este lugar) y que resiste cual aldea gala con un alcalde de Izquierda Unida, Paco Guarido, que ha sabido ponerse al servicio de todos sus vecinos. Es de justicia reconocerle su labor.
Pero os vamos a recomendar algún sitio para quedaros a dormir unas noches en Zamora. El Hotel Ares es barato, cómodo, céntrico y accesible. Buen trato del personal y un fantástico desayuno buffet. Además, te dan indicaciones sobre qué visitar y te recomiendan sitios para tapear y comer, cosa que el viajero agradece en lugar de ir preguntando a Google constantemente dónde "comer barato alrededor tuya". Una de las recomendaciones que nos hicieron fue un acierto. En la calle de los Herreros, el asador La Encina ofrece unas carnes a la brasa espectaculares. Con una buena digestión, tras degustar la ternera de Aliste y esos excelsos quesos y vinos de la tierra, uno descansa mejor. Lástima que hubo que abandonar la bien cercada a la mañana siguiente. Nosotros haríamos como Vellido Dolfos: escondernos en sus murallas para no salir y seguir disfrutando de una ciudad que sorprende en cada rincón.
Siguiente parada: León. Un par de horas para descansar, repostar, tapear algo en el Barrio Húmedo (sí, a veces somos muy tradicionales) y contemplar la magnificencia de la Casa Botines y la Catedral. Con ganas de más nos quedamos pero amenazamos con volver porque León es otra parada que degustar con calma, parándose para deleitar sentidos, para aislarse un momento disfrutando de una ciudad que mezcla con magia el respeto por el pasado con las ambiciosas miras de futuro.
Zamora |
Y cogimos la N-630. La histórica Ruta de la Plata, la "carretera mala", pero la que te permite entrar en Asturias sin tener que pagar casi 14 euros. Por economía y porque nos apetecía subir el mítico Puerto de Pajares, cogimos por esa vía para llegar al Norte. Hubo parada en la cima, hubo lluvia, hubo fotos para propios y extraños, camiones y café cargado. Hubo música que amenizaba el lento fluir del tráfico y...
...la heroica ciudad dormía la siesta... Bueno, no tanto. Cuando arribamos, Oviedo bullía en un ir y venir de transeúntes que poblaban el centro, llenando tiendas, cruzando pasos de cebra y asediando cafeterías. Nos aposentamos en un pequeño pero bien acondicionado hotel del centro: el Hotel Rosal. A pocos metros, el centro histórico, Gascona, famosa zona hostelera de la urbe y en general, en perfecta ubicación para poder salir rápido de la ciudad cuando de visitar otros lugares del entorno se trata. Oviedo es otra de esas ciudades que te ganan en la primera visita. Limpia, activa, con todos los servicios y comodidades y con gente que vive la calle. Da gusto recorrerla para comprobar cómo la gente tiene gusto por vivir Oviedo al cien por cien. Desde su precioso Campo de San Francisco a las calles que rodean la vetusta catedral o las intrincadas calles que se arrebolan en torno al Ayuntamiento. Todo es vida y pasión... Por cierto, hablando de pasión: una visita que no esperábamos hacer y que al final resultó una agradable sorpresa: el Museo de Bellas Artes de Asturias. Una colección fantástica donde las vanguardias y nuevas técnicas de expresión tienen consagradas varios edificios como el Palacio Velarde o la ampliación sita junto a la catedral. A destacar las pinturas de todo un descubrimiento para servidor: Aurelio Suárez, artista con destacado sello propio, preñado de onirismo y alucinaciones y con un gusto declarado por un exacerbado cromatismo. Lo dicho, un gran descubrimiento.
Y no, aún no hemos hablado de cachopos ni de sidra. No somos tan de tópicos...
Podríamos citar al menos unos cuantos ejemplos donde se yanta bien en Oviedo. Pero nos vamos a quedar con una recomendación de Joaquín, un buen amigo ovetense al que conocimos en el Sur. Quédense con este nombre: Manglar Ecosistema Cultural. No es un restaurante al uso, pero sí. No es un centro cultural de por sí, pero sí lo es. No es un colectivo tradicional, pero también lo es. Manglar es eso y mucho más. Un lugar de reunión con una actividad social única impulsada por un buen número de amigos que un día decidieron dar a Oviedo una herramienta para ser mejor ciudad. A todo ello, le suman iniciativas socio-culturales (presentaciones de libro, clases de yoga, teatro, conciertos...) junto con una zona de huertos ecológicos en mitad de la urbe y un restaurante de cocina vegetariana y vegana con una calidad inusitada para los precios tan bajos que presentan en su carta. Háganle caso a un carnívoro. La cocina de Manglar merece la pena. Prueben el pad thai y luego me dicen. Eso como ejemplo; ya luego pueden ustedes investigar en su carta y en sus noches de cocinas temáticas. Un lujo que a uno le gustaría importar por estos lares.
Con Oviedo como centro de operaciones, hicimos un par de salidas. Quisimos visitar el Parque Nacional de Picos de Europa, pero entre lo tarde que se nos hizo haciendo paradas y que ese día había accesos cerrados por prueba deportiva, nos quedamos en Cangas de Onís. Mucho turista, mucha gente y mucho selfie. Espléndido su puente de piedra y su entorno natural. Y maravillosa una fabada que nos marcamos el compañero fotógrafo y un servidor en La Madreñería (no somos de tópicos, pero tampoco somos tontos, oiga).
Oviedo, cuna y madre de las zonas verdes |
Para ir bajando las fabes planteamos una disyuntiva: o ir a Llanes o ir a Ribadesella. Y optamos por la primera. Bellísimo pueblo... lleno de turistas por todos lados. A veces uno no sabe si eso es bueno o malo y eso que vivimos en zona turística. Pues aún no lo sabemos. Pero nos imaginamos Llanes sin apenas nadie en las calles, paseando por su zona portuaria, por sus calles céntricas y pensamos en el otoño o el invierno con la orbayu cayendo lentamente. Mera ilusión. Para desconectar del incesante turismo nos fuimos a la playa más pequeña del mundo... a ver si no había nadie. Pero había. En Gulpiyuri, aunque pocos, también hay turistas. Pero un rato de fotos, otro rato respirando aire puro junto a la mar y percibir el rumor de las olas entrar por el escondrijo que forma este peculiar arenal, bastó para apaciguar el ánimo y terminar de hacer la digestión.
En nuestra siguiente jornada asturiana tocaba rendir visita a Gijón. La capital de la novela negra, la villa que tutea a la mar desde el barrio de Cimadevilla, la urbe populosa que acaba en San Lorenzo y que mira respetuosa a su pasado parapetada en sus murallas o descansando desde las termas romanas. Tras el fugaz pazo por Xixón, tomamos algunas carreteras locales para llegar a visitar a unos buenos amigos en el Ecomuséu Ca l'Asturcón-La Quintana de la Foncalada, una propuesta de turismo rural y agroturismo ecológico en Les Mariñes de Villaviciosa. Severino, Daniele y sus hijos regentan un lugar único ubicado en un entorno rural. Santuario dedicado a la raza asturcona de caballos y a la oveja xalda, cada rincón del Ecomuséu es único. Pero es que además, sus gestores se afanan en llenar de contenido las estancias en el lugar: desde pequeños conciertos, actividades de coeducación, teatro, convivencias... Y con una máxima: el respeto al medio ambiente para que empieces a respetarte a ti mismo. No se arrepentirán si deciden pasar unos días para alejarse del agreste mundo exterior. Se lo agradecerán.
Llanes |
Todo lo bueno se acaba, pero lo interesante de visitar un lugar es dejarse rincones por conocer; así tienes la oportunidad y las ganas adecuadas de volver. Abandonamos Asturias por la misma puerta por la que entramos (no vamos a pagar 14 euros para dejar un lugar donde fuimos felices) y decidimos dar un rodeo. Mientras dejábamos a la derecha León, Roger Daltrey aullaba en el coche entonando Baba O'Riley. Nuestra última misión era hacer parada (y café) en Burgos. Tocar la piedra de una catedral mítica, pasear por otra ciudad que para los sureños parece alejada y perdida. Lo conseguimos. De nuevo, escaso tiempo. El suficiente para obviar a turistas ávidos del selfie con la señera catedral de fondo y admirar su piedra blanca. El café entró bien. Las yemas de una pastelería de la Plaza Mayor, mejor. Tocaban mil kilómetros a casa. Eran las seis de la tarde. Pecata minuta.
Llegamos a casa a las 2 de la mañana. Cansados, hartos de coche, hartos de música, hartos de carretera. Al día siguiente sentimos la necesidad de escapar de nuevo. ¿Al Norte? Seguro. Allí estamos como en casa. Volveremos.
Hasta la próxima, Asturias |
Fotos: @zuhmalheur
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