Hay momentos en que un creador es cruel. No cesa de hacer daño a sus personajes, de meterlos en los berenjenales más insospechados y dolientes para sus protagonistas, en hacerles llorar, sufrir, en desear ser de otro padre, pero no. Hay personajes que han nacido para sufrir... y otros para redimirse. El poder de la salvación a cambio de mostrarse real, sin cristales que difuminen el verdadero yo.
De eso nos hablan Javier Ambrossi y Javier Calvo en la tercera entrega de Paquita Salas que lleva una semana siendo comidilla internetera (para bien). Si en la primera temporada, nuestra representante favorita transitó por los territorios del humor sin florituras y por la astracanada y en su segunda visita, se convirtió en un producto en el que se asentaban los posos de realidad, la tercera entrega se revela como el momento en que Paquita se da cuenta de quién es y de cuál es su verdadero papel en el mundo. No es moco de pavo.
No es que los creadores de la serie, auspiciada por Netflix, hayan dado algo nuevo, sino que a lo ya conocido lo han sometido a un necesario proceso de evolución que aleja al personaje de Brays Efe de ser una mera marioneta o una inspiración para gifs socarrones. En ello cuenta mucho la interpretación visceral, franca y divertida de Efe, que ahonda en las razones de una Paquita en busca de su redención personal y profesional.
Y si tenemos que destacar un momento glorioso en esta temporada, tenemos que irnos al último capítulo donde, al igual que pasaba en la anterior con el episodio dedicado íntegramente a Lidia San José, la emoción brota en canal en una historia donde la metaficción (¿o es la metarealidad?) entra en juego. Episodio fascinante, llamativo y reivindicativo del oficio de actriz. Las mismas cualidades que hacen de Paquita Salas una serie que debe perdurar en el tiempo.
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