La inspiración es una brisa que, en demasiadas ocasiones, roza suavemente el rostro y se va volando, sin posibilidad alguna de atraparla y convencerla de que se quede durante más tiempo. Y, a veces, los que crean, se esfuerzan por asfixiarla porque sólo miran hacia adelante, buscando un nuevo éxito que parece aún más difícil, como si temieran defraudar las expectativas de un público ávido de respuestas y de sensaciones aumentadas. Y no es tan complicado, porque esa inspiración suele estar ahí, ya en el pasado, esperando solamente el filtro de la razón.
Somos nuestros recuerdos. Y no sólo eso. Somos nuestros recuerdos compartidos porque, de lo contrario, no son más que momentos inútiles que quedan en nuestro cine interior de un solo espectador. De esa forma quizá se pueda crear algo nuevo, en una imposible amalgama de pasados, presentes, ensoñaciones, verdades o, incluso, recuerdos que creemos sinceros cuando son solamente rememoraciones insistentes que nos hemos llegado a creer. Hay que acudir a esos instantes que nos han hecho ser quienes realmente somos, sin fingimientos, sin posturas, nada más que seres humanos que han acertado, han fallado, han caído, han viajado, se han quedado y han fracasado en muchos aspectos. Tal vez la soledad comience a dar largos silbidos que delaten su existencia, acuciando la perezosa imaginación. Puede que haya que regresar a situaciones que se decidieron borrar de la mente por un equivocado instinto de supervivencia. Incluso, con un último error, es posible hacer trampas para que el día a día sea un poco más soportable cuando no nos soportamos a nosotros mismos.
Así que es el momento de aguantar un poco la respiración y salir a la superficie para saborea de nuevo el aire que ha dado vida a toda la obra que se deja atrás. Quizá la casualidad y el destino se alíen para que todo tenga un cierto sentido que haga seguir hacia adelante. No es fácil continuar viviendo cuando la tristeza se apodera de la rutina y no hay satisfacción en nada que se pueda hacer de nuevo. La mirada cesa. El cuerpo dimite. Y los remordimientos derivados del fracaso y del incumplimiento ahogan el aliento con la alarma como consecuencia cuando el accidente llama a la carne.
No cabe duda de que, en esta ocasión, Pedro Almodóvar ha querido volver hacia los terrenos que ya había pisado Federico Fellini con Ocho y medio y le ha salido una película profundamente personal, casi confesional, con ideas estéticas brillantes y consiguiendo una sorprendente y estupenda interpretación de Antonio Banderas. Quizá nada de lo que ocurre en pantalla pasó realmente y sólo son situaciones que bordeó el cineasta en distintos pasajes de su propia vida, pero consigue que podamos llegar a sentir que la gloria, inevitablemente, lleva mucho dolor dentro y que una forma parte de la otra. Y acaba por resultar apasionante esa búsqueda de la inspiración que emprende ese otro director de cine del que cuenta, en un aparente desorden casi genial, cómo el deseo ha dominado todas sus acciones hasta que el tiempo se ha encargado de atenuar sus impulsos en cualquier orden vital. Y es que la madurez suele ser esa compañera que acaba por ser habitual en un futuro en el que es difícil ilusionarse porque ya no se puede sentir como se hacía desde la infancia. Y sólo así se llega al convencimiento de que la inspiración no puede nunca morir de asfixia…sólo está en el fondo de la piscina esperando para emerger.
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