Puede que Neil Armstrong fuera el hombre oportuno en el momento más adecuado. No en vano iba a ser el primero que pusiera los pies en el polvo de la Luna. Para esa misión se necesitaba un candidato que fuera capaz de controlar las emociones hasta tal punto que pareciera un témpano de frialdad en un océano de sensaciones. Su mutilación emocional sirvió para alcanzar un objetivo mientras su vida se consumía detrás de un velo que él mismo se encargó de construir a conciencia. Tal vez por ello supo dominar al miedo, enfrentarse al fracaso y ver de cerca, muy de cerca, a la misma muerte.
Es muy posible que no fuera el hombre más carismático del mundo porque parecía no sentir, escondido bajo una máscara de impasibilidad que daba una impresión casi decepcionante. Hace muchos años, tantos que casi el recuerdo se confunde con el tiempo, Neil Armstrong fue invitado al programa de José María Íñigo Directísimo y lo que los espectadores españoles pudieron observar fue a un hombre sin gracia, sin pasión, incapaz de contar con un mínimo de entusiasmo su hazaña. Era el antónimo de la épica, monocorde, de respuestas cortas, sin alma.
Lo cierto es que detrás de todo, había un trabajador incansable que se había ocultado detrás de su esfuerzo para no revelar ninguno de sus sentimientos. Eso mismo lo hizo en su hogar, con sus amigos, con los que le conocían bien, como si Armstrong, el primer hombre que dejó huellas en el polvo de la Luna, no tuviera nada que decir ante algo que, al fin y al cabo, sí que fue un pequeño paso para él, pero significó un gran paso para toda la Humanidad.
De aquí se deduce la interpretación impasible de un Ryan Gosling que quiere decir mucho más de lo que se ve, haciendo hervir su interior con una tormenta de reacciones que se ahogan meticulosamente. Su trabajo es de altura, al igual que el del resto del reparto en el que destaca, de nuevo, lo desaprovechado que se encuentra un actor que merece mucho más como Kyle Chandler. La dirección de Damian Chazelle se empeña en colocar al espectador dentro de esa especie de lata de conservas en la que tenían que viajar los astronautas del programa Apolo, con alguna secuencia de enorme mérito y otras, al menos, discutibles. La banda sonora de Justin Hurwitz se puede clasificar entre las mejores del año y la sensación final que deja la película es la de que hemos visto las inquietudes del jefe de la misión que nos llevó a tocar el cielo con las manos, con su mutilación emocional a cuestas, con los fracasos de la carrera espacial y con la valentía de un puñado de voluntarios que querían abrir nuevas fronteras para la Humanidad. Y aún así, parece como si faltara algo, como si muchos esperasen al héroe del que tanto han oído hablar y se encontraran con un tipo que quería mantener, a cualquier precio, la sensación de que todo era asumible, de que la muerte, al fin y al cabo, sólo era un instante de pánico para luego sumergirse en el silencio. Algo que, en realidad, era mucho más llevadero que el inmenso dolor que podía sentir en su interior.
De vez en cuando, hay que tomar la iniciativa para expresar el temor, la alegría, el reencuentro, el peligro, el éxito, el fracaso, la heroicidad o el amor. Si no, es posible que el mundo crea que nada tiene importancia. Y eso es un error que ninguno de nosotros nos podemos permitir. Tan grave como no dejar ninguna huella en el polvo de una Historia que anda muy necesitada de épica. Más aún cuando se llega a ser el primer hombre en una hazaña que sólo podía existir en nuestros sueños más optimistas.
César Bardés
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