Bienvenidos a su crucero de lujo. Aquí encontrará juegos a mansalva, clases de baile, menús variados, bromas dudosas y timadores profesionales. Lástima que nada funcione como es debido, pero no se preocupen. Forraremos toda la escena con el presupuesto, haremos como que no miramos hacia las cosas que se quedan sueltas y así se nos quedará una historieta de lo más apañada para todos aquellos incautos que dejaron su ojo avizor en puerto. Para el resto, la gracia la pasaron por la quilla y allí la dejaron.
Nadie duda de que, cuando quiere, Daniel Monzón es un director sobrio, con pulso, dotado para las escenas de cierto ritmo, pero el oficio no es suficiente como para salvar un engendro que apuesta por la intriga con sonrisa y se queda en el engaño sin sal. El humor hace aguas porque rompe los compartimentos estanco con la ausencia de mordiente, acudiendo, incluso, a la grosería más trasnochada. Pero no se preocupen. Por ahí andan unos números bien rodados, baratos y más o menos aceptables para disfrazarlo todo. Hay personajes que desaparecen. Otros que se enteran de las cosas por las buenas a pesar de que ninguno es demasiado inteligente. Los más afortunados pueden actuar un poco, no mucho, porque hay muchas historias que contar y poco rumbo que tomar. Y el aire, en determinado momento, comienza a llenarse de decepción porque uno empieza a preguntarse si Monzón, sencillamente, no sabe reírse o, más bien, ha querido tomar el pelo a todo el mundo.
Eso sí, hay mensaje sobre el dinero, ese objeto de deseo que, como dice un antiguo dicho brasileño “no trae la felicidad, pero manda a buscarla” y que, se convierte en un estorbo para estar en paz consigo mismo y que es el cebo ideal para unos cuantos que cifran toda su existencia en la acumulación de ceros. Lo nunca visto. Y todos son muy buenos porque, al fin y al cabo, la bondad se contagia con más facilidad que el latrocinio.
Así que pónganse a sotavento, no sea que las náuseas de algunos lleguen a salpicarles, y procuren disfrutar de una película de envoltorio lujoso, nombres ilustres y contenido vacío. El rumor del mar les permitirá pasar un rato relajado que no lleva a ninguna parte. Habrá algún que otro guiño a películas como El cazador, de Michael Cimino o, como no podía ser menos en una película de estas características, a Titanic, de James Cameron. La sensación para muchos será de entretenimiento y, para otros, será de sonrisa frustrada. Más que nada porque es una de esas en las que el espectador está de parte de la historia desde el principio y no encuentra ningún agarradero brillante al que asirse. Pero eso da igual. A la piscina, a tomarse unas copitas, a disfrutar del espectáculo y a menear el esqueleto, que para eso están los cruceros. Lo del turismo vamos a dejarlo para utilizar bien poco los escenarios y, además, tampoco nos vamos a poner exigentes. Por un camarote de ojo de buey y trama corta no querrían la obra maestra de los océanos procelosos. Eso sí, para todos será tan fácil de olvidar que en apenas unos días apenas podrán recordar de qué iba el pasaje de cuarta clase. Viaje con nosotros si quiere robar, viaje con nosotros a ningún lugar y disfrute de nada al pasar, y disfrute de las terribles historias que les vamos a contar…
César Bardés
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