Emprender un viaje a un país que ha vendido la pena por kilos con la intención de darse cuenta de que el dolor que uno siente es menor no deja de ser una jugada arriesgada. Y más aún si se trata de compartir ese viaje con un primo hermano que no rompe ninguna regla, que se mantiene siempre dentro de los límites de lo que se espera de él y que, incluso, toma pastillas para dominar el trastorno obsesivo-compulsivo que padece. Todo empieza y termina en un aeropuerto mientras se recorre un periplo lleno de angustia y de desesperanza sobre el Holocausto en un país especialmente castigado como Polonia. Y, cómo no, también aparecerá el fantasma del dolor por haber sobrevivido.
Dos jóvenes han perdido a su abuela, una polaca que emigró a Estados Unidos y que, de alguna manera, ha sido la persona de referencia en sus vidas. Se trata de visitar aquellos lugares en los que el gueto de Varsovia se levantó contra los nazis, un campo de concentración, la ciudad de Lublin y, por último, la casa en la que vivió esa abuela que les enseñó a soportar las contrariedades de la vida. Con uno, lo consiguió, el otro es un muchacho inestable, que sale de una experiencia traumática y que, a pesar de que posee una simpatía fuera de lo común, no es capaz de mantener una actitud normal con respecto a la gente que lo rodea. Y eso es porque la soledad, en el fondo, ha hecho mucha mella en él. No tiene pareja. Ya, prácticamente, no ve a su primo. Su abuela ha muerto. Ya no queda nadie a quien agarrarse. Por eso, va al aeropuerto y se puede pasar horas allí, entre la gente, en ese ambiente de idas y venidas algo presurosas que todos exhibimos cuando vamos a coger un avión. Él ya ha cogido muchos aviones. Casi todos, de vuelta. Ahora sólo quiere estar rodeado de gente, oírles hablar…pero que no le hablen, que no le pongan en encrucijadas verbales, que no guarden comportamientos demasiados esperables.
Es bastante original esta propuesta dirigida, escrita e interpretada por Jesse Eisenberg y que guarda en la interpretación de ese primo desequilibrado encarnado por Kieran Culkin su mayor activo. La dirección es correcta, muy sobria, sin un plano de más, sin saltarse ninguno de los obstáculos emocionales que atenazan a ese chico que ya está entrando en la treintena y que no ha conseguido absolutamente nada en su vida, pero que se permite dar lecciones al resto de excursionistas o al guía como si tuviera algún derecho sobre las personas. Sorprende también la aparición de una irreconocible Jennifer Grey, aquella bailarina novata de Dirty Dancing cuyo físico ya no se parece en nada al que poseía. En resumen, y salvando las distancias, parece que Eisenberg ha aprendido bastante de Woody Allen con esas conversaciones pisadas y atropelladas mientras, al mismo tiempo, realiza una película bastante personal, con un guion que no deja de ser ocurrente y que conforma una historia bastante aceptable.
Y es que los caminos del dolor suelen ser muy tortuosos. Se manifiesta de las más distintas maneras y trata de adelgazar en todo momento con sus kilos de desesperación descargados sobre cualquiera que se cruce. Más aún dentro de un ambiente relajado y casi vacacional, aunque en un itinerario que anestesia en su horror, dejando tras de sí un rastro de pena oculta, escondida entre tanta maldad, agazapada a la espera de un abrazo consolador que tarda mucho en llegar porque la complicidad siempre parece forzada, como si fuese una obligación que se ha dejado de lado mientras las lágrimas seguían cayendo sobre el ánimo en una tortura de gota sobre piedra.
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