Indagando aún más en la discografía de mi padre, me encontré un disco de vinilo con la orquesta de Ray Conniff que se titulaba Turn around and look at me y en uno de sus temas me topé otra vez con el nombre del tal Morricone. Se trataba del tema principal de El bueno, el feo y el malo y me producía algo de terror esos gritos cortantes e imperativos que, a voz de hombre, salpicaban todo el tema. Pude imaginar menos la película, pero escuché el tema hasta que empezó a sonar el típico sonido a fritanga de los discos de vinilo antiguos. Pero recuerdo muy bien la sonrisa de mi padre cuando le hice esta pregunta de niño:
-. Papá… ¿de qué va El bueno, el feo y el malo? ¿Quién es el bueno?
Ya en la adolescencia, conseguí ver las tres películas, y también aprecié la música que las acompañaba. Era diferente a todas las demás bandas sonoras que podía escuchar. Un día, en televisión, pusieron Hasta que llegó su hora y, aparte esa armónica que no dejaba de sonar, se me puso la piel carne de gallina cuando Leone levanta la grúa para acompañar la llegada de Claudia Cardinale al pueblo donde se desarrolla la acción y se escucha una melodía que era la misma esencia del arte de la banda sonora. Era un momento mágico, de esos que se quedan impresos en la memoria de las sensaciones, ese mismo terreno en el que Ennio Morricone era un auténtico maestro.
Llegaron los años, se amontonaron de películas y Morricone me acompañaba con mayor o menor acierto. Volvió a ponerme los pelos como escarpias con La misión, a pesar de que era una película que me produjo un tremendo bajón de moral y una profunda tristeza. Disparé con él en ese principio de Los intocables mientras la cámara recorría las sombras alargadas de las letras que definían el título, miré a través de ese ojo escondido en la bodega de cualquier tugurio de Little Italy mientras Deborah se desnudaba y bailaba en puntas, llevándome a la ensoñación y a quererla sin tenerla nunca mientras se me decía Érase una vez en América. Tarde, muy tarde, ya casi adulto, descubrí Novecento y la belleza de una lucha que no terminará nunca, a pesar de que puede haber vínculos de amistad. Pasé miedo con La cosa y, a pesar de que a Almodóvar nunca le gustó su trabajo, comprendí perfectamente lo que pretendía con esa música descolocada que, poco a poco, va ordenándose en Átame. Corrí junto a Clint Eastwood en En la línea de fuego y volví a la ilusión de la infancia con Baaria. Incluso me encerré con unos cuantos asesinos y cabalgué al lado de una diligencia que llevaba a la muerte como pasajera en Los odiosos ocho…
Sin embargo, hay un momento en el que Ennio Morricone me hizo soñar por encima de todas mis fantasías. Más que nada porque, a través de su música, supe cuál era la razón por la que yo amaba el cine. El rostro de Totó, ya adulto, viendo todos esos besos robados a la imaginación en Cinema Paradiso me recordó, una y otra vez, que el amor existe, que está ahí delante, que no siempre nos pertenece y que la única razón por la que merece la pena vivir es sentirlo. Hoy, mis lágrimas, van por este compositor que, a buen seguro, las recogerá y las pondrá en el pentagrama en el lugar en el que corresponden.
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