La música es ese arco del corazón que llega al roce del alma para visitar rincones desconocidos de la sensación. Es un camino de corcheas que sólo se vuelve a abrir cuando se vuelve a escuchar. Es la banda sonora de nuestros sentimientos más ocultos y más inapelables. Con ella, podemos viajar hacia lugares en los que nunca hemos estado, sentir los sueños en la piel y en algún lugar desconocido de nuestra percepción. Puede ser la anacrusa y la coda de nuestras vidas. Y también la enumeración de todas las razones por las que queremos seguir adelante.
La tragedia y la pérdida se unen para que viva el trauma en la eternidad. Crecer al lado de un amigo también puede ser una escuela para la emoción. Cuando llega el momento de la verdad, el instante en que se puede entrar en la inmortalidad, es posible que la desaparición sea la mejor respuesta, porque todo sigue ahí, en los resquicios del dolor, en la nada de la prolongación, en el delirio del mismo sueño. Al fondo, en colores e intenciones, un violín rojo intenta encontrar las notas adecuadas para establecer un agradable precedente. Aquí cerca, la realidad es, quizá, algo más predecible, pero la belleza se instala para no irse cuando la pasión se desliza a través de los dedos para llegar a la cuerda, a la vibración interior, a la auténtica revelación de lo que nunca se puede superar salvo con el sonido del pentagrama.
Es cierto que esta película parece guardar un tono algo misterioso y que intenta llegar, con artimañas probadas, hasta el corazón. Sin embargo, parece como que falta un ápice de fuerza en lo que se quiere contar, como si no hubiera suficiente espíritu como para llegar y convencer. La interpretación de Clive Owen es más que correcta, Tim Roth ofrece profundidad y búsqueda en su caracterización y, entre los secundarios, cabe destacar al siempre excelente Saul Rubinek. La fotografía del francés David Franco, como ya demostró en El coro, es sutil y casi se convierte en un personaje más. La dirección del canadiense François Girard es muy pulcra. Todo parece funcionar para que el conjunto sea destacable y, sin embargo, se queda a tres cuartos de camino, derrengada y agotada, sin capacidad para el asombro por un final demasiado previsible. Y el error, posiblemente, está en el guión.
Así que es el momento de demostrar el prodigio que se lleva dentro, a pesar de que la sensación a la salida sea levemente agridulce. Hay buenas escenas, excelentes solos de cuerda, una ambientación notable, algunas gotas de emoción y la certeza de que el daño que se fermenta puede resultar irreparable. La irregularidad se manifiesta a través de más flashbacks de los debidos y en esa narración fragmentada que obliga a cambiar la visión con la velocidad de los dedos trasteando en el diapasón del violín. La guerra marca el compás y no queda más refugio que el tormento de las culpabilidades, o la culpa por los tormentos. No falta la típica arrogancia del genio en algunos pasajes y, desde luego, hay algún que otro desafine en una orquesta que, para funcionar, debería tocar de forma impecable.
El arco se desliza suavemente tratando de encontrar la resonancia adecuada. El destino no siempre sabe contestar a las preguntas de la inmortalidad y más vale retener en la memoria el nombre de todos los que cayeron dentro de la misma canción. Porque, a veces, una melodía explica toda una existencia.
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