Vender un negocio que proporciona pingües beneficios siempre es un problema. Para empezar porque puede ser tomado como un signo de debilidad por parte del vendedor. El asunto se complica si el potencial comprador desea una rebaja en el precio y acude a métodos poco éticos para lograrlo. Claro que en esos ambientes hablar de ética resulta, cuando menos, un ejercicio de contorsionismo. Sin embargo, sí que subyace una especie de código de conducta entre tanta sangre y tanta venganza. A estos caballeros de la Mafia inglesa no hay quien les entienda.
De este modo, se mueven en el complejo tablero de los negocios sucios una serie de personajes que pueden estar, sin ningún apuro, en la galería de ladrones y asesinos más despiadados del bajo Londres. Y, al final, quien es más listo es quien se lleva el gato el agua. Ni siquiera quien cree que posee todos los ases ganará la partida. Hay que pagar deudas contraídas por errores estúpidos, pensar un poco más allá que el contrincante y solucionar algunos flecos con una información que, en ocasiones, está traída por los pelos. En cualquier caso, nada importa demasiado. Entre esos pintorescos caracteres se pueden contar algunos que prefieren obtener las cosas por las buenas porque tampoco hay que ser un asesino sanguinario para ir corriendo por las calles y obtener lo que se desea. Y todos, eso sí, desean más dinero. De una u otra manera. Y más vale tener la noche por delante para explicarse con propiedad. El humor va a ser otra bala más en la recámara.
En esta ocasión, el director Guy Ritchie parece que se decanta por ser un poco más serio, más cuidadoso en el planteamiento de situaciones que dejarían perplejo al más osado y, también, un poco más brutal. Más cerca de Lock & Stock que de Snatch, disfruta retratando a esos personajes que parecen salidos de un manicomio de violencia y que tratan de sacar ventaja cuando se está hablando de millones de libras esterlinas. Para ello, cuenta con un reparto competente en el que cabe destacar la sonrisa algo ladina de Hugh Grant, la sobriedad de Matthew McConaughey, la precisión marciana de Colin Farrell y, por encima de todos ellos, la sorprendente sobriedad de Charlie Hunnam. Todos ellos tienen más de una escena para lucirse y no pestañean ni un ápice cuando se trata de dejar un rastro de granuja, cada uno con su estilo, cada uno con su jugada. La película, en algún momento, contiene secuencias realmente brillantes, alguna que otra torpeza y, en su principio, alguna indecisión de tendencia farragosa, pero el conjunto va creciendo según avanza y hay satisfacción en el final aunque, bien es verdad, que se retuerce un poco más de la cuenta para que a Ritchie le salgan las cuentas con saldo positivo y un beneficio apetitoso. Ya sabe que la duda conduce al caos y a la desesperación y, en esta ocasión, una vez planteado el argumento, coge con firmeza las riendas y sale más que airoso del envite y de la oferta.
Así que más vale escuchar su proposición. Tiene una buena cantidad de información que hay que asimilar deprisa porque el cine espera y aquí hay una historia de cierto atractivo. Por supuesto, no falta ese sello de vacile que tanto imprime a sus películas y, de hecho, es algo que el público espera con la pistola apuntando a su cabeza. Y sabe que sólo tiene dos balas para que se avise, con cierta insistencia, que uno de los males de la sociedad actual reside en las redes de internet. Cuidado, lo mismo al fondo hay alguien que, con muy buenos modales, va a deslizar una cierta amenaza diciendo que, por favor, todo quede en privado. Son las consecuencias de una venta clara en un negocio turbio.
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