Frank Sheeran era el hombre que limpiaba los trapos sucios de la Mafia en Filadelfia. Él pintaba casas con un color nuevo. Un rojo sangre salpicado. Lo hacía limpiamente. Sin preguntarse demasiado los porqués y siempre meditando los cómos. Consideró que era su oportunidad dentro del sistema. Al fin y al cabo, había matado por su país en Europa así que ¿por qué no hacerlo en las calles a cambio de una buena cantidad de dinero? Y, además, el revólver no siempre era su lenguaje. A menudo, llevaba recados de aquí para allá. Cobraba deudas. Disparaba a traidores. Era el fontanero ideal que desatascaba cualquier situación. Era una especie de emisario del infierno, enviado por el mismísimo diablo.
De adelante hacia atrás y luego hacia los lados, Sheeran va recordando sus acciones y también ajusta cuentas con su propia existencia. No se arrepiente de lo que hizo salvo, quizá, en una sola ocasión. La amistad, a veces, tira mucho y no es fácil disparar contra alguien sólo para probar su propia lealtad. Esos tipos que se reunían en restaurantes y nunca decían a las claras que había individuos que debían desaparecer se comunicaban con miradas. Se podía decir que sólo había que aclarar cómo estaba el tema. O que había que conseguir unos billetes para Australia. Al fondo, sustentándolo todo, la historia de un país que todo lo consiguió a base de corrupción, muerte y chantaje. La democracia perfecta.
Sí, son tres horas y pico, pero, al ver esta película, uno vuelve a sentir que está asistiendo a algo muy parecido al cine de verdad. Martin Scorsese juega en otra división y recoge verdadero arte con sus imágenes, por mucho que la técnica del rejuvenecimiento informático acartone la expresión. Y, para ello, cuenta con el increíble trabajo que realizan Robert de Niro, Joe Pesci y Al Pacino. Y como Scorsese lo sabe, la película experimenta un ascenso vertiginoso desde el mismo momento en que ya no hay tecnología de por medio y les vemos con todos sus gestos, sus matices, su sabiduría y su impresionante capacidad para decir todo con los ojos. Con esta película, el director italoamericano realiza su Ciudadano Kane porque tiene más de un punto de contacto con la cinta de Orson Welles, retratando el lado más oscuro de la tierra de las oportunidades, esa misma que, llegado el momento, te despachaba con un tiro en la nuca.
Nada sobra, nada falta. La banda sonora, utilizando incluso la canción de La condesa descalza, de Joe Mankiewicz, funciona como elemento de enlace y de clima, el guion de Steven Zaillian es brillante y, por momentos, verdadero. Visualmente, Martin Scorsese vuelve a dar un par de lecciones y casi hay que pellizcarse para comprobar que se está viendo algo tan perfecto en composición y planificación. Es como planear cómo se va a asesinar a un elemento molesto en la estructura del negocio en apenas tres horas, con coche, avión y remordimiento incluidos.
Es peligroso persistir en determinadas actitudes cuando se avisa en repetidas ocasiones que es mejor dejarlo. Las simpatías equivocadas también pueden traer desprecios permanentes y, tal vez, ese emisario que llevaba mensajes de amenazas y de muerte, pudo llevar otra vida que hubiera sido más feliz. Frank Sheeran dejó tras de sí un rastro de sangre que no lleva a la puerta entreabierta del cielo aunque a él le gustó pensar que pudo ser así. Sólo cumplía órdenes y mantenía lealtades. Un par de virtudes muy preciadas en el ambiente del hampa americana.
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