A veces se puede echar la vista atrás y llegar al convencimiento de que nada de lo que se ha hecho ha merecido realmente la pena. Y eso no quiere decir que no haya habido momentos apasionantes en los que la vida ha propinado experiencias y sentimientos que han forjado el alma. Quizá cuando las arrugas son tan profundas en la piel que ya parecen cicatrices es cuando hay que darse cuenta de que la lucha no ha acabado y de que se puede dejar alguna que otra huella en un camino que parece interminable.
Tal vez, con un cierto afán por sentirse útil dentro de las existencias de los que rodean los días, se quiere volver a extender los pétalos y lucir fulgurante y atractivo y ser, de forma efímera, alguien que embellece la vida. Dinero fácil, carretera por delante y una ayuda por aquí, una buena acción por allá y darse algún que otro capricho. Sin embargo, sólo hay una cosa que el dinero, por mucho que se tenga, no puede comprar y es el tiempo. Los días ya han pasado y la vida se convierte en un préstamo hasta la siguiente entrega. El peligro extiende sus alas, pero a esas alturas en las que la enfermedad de la vejez avanza inexorable con metástasis de segundos, ya importa bien poco. Un último momento de gloria agradecida, una última demostración de cariño, un último buen rato rodeado de piel suave y música insinuante. Hay despedidas que, en el fondo, no tienen precio.
En un principio, podría parecer que Clint Eastwood va a contar una historia geriátrica, sin mucha gracia y aún menos enjundia, pero, con sabiduría de viejo cineasta que sabe mover los resortes que siempre funcionan, convierte la historia de este viejo que transporta droga en una comedia de buenos diálogos, con situaciones atractivas, con algún que otro fleco que no acaba de resolver, pero siempre efectivo, dando a entender que, en el fondo, los grandes narradores de historias nunca mueren. Y sabe muy bien que trata de ser flor de un día más dentro de un jardín que nos deja lleno de plantas hermosas y bien cuidadas que han acabado por ocupar un lugar muy importante en nuestro corazón de amantes del cine. En esta ocasión, no hace una gran película, pero sí es una buena razón para volver a las raíces de su cine más clásico, aquel que construía héroes con paciencia y les ponía en situaciones imposibles de aire muy serio.
Así que ahí tenemos al anciano que nos vuelve a recordar, en más de un aspecto, al Walt Kowalski que ya había encarnado en Gran Torino, lo mete en una furgoneta nueva y lo envejece diez años más. Y el disfrute no tarda en aparecer porque vemos cómo la voz de la experiencia casi siempre tiene razón y, de paso, parece entonar un cántico que, esta vez sí, parece de nuevo una despedida. Mientras tanto, no deja de mostrarnos de nuevo su preocupación por las relaciones paterno-filiales, siempre llenas de aristas, y asume que ya no habrá mucho más tiempo para ampliar el jardín con más flores.
El juez está a punto de dictar sentencia y es hora de pagar por los defectos que se eligieron porque, en ocasiones, se cree que el trabajo es más importante que la familia cuando no es así. La voz se quiebra y los ojos se nublan cuando se intenta buscar algo más de lo que se tiene y nadie se da cuenta de que Clint Eastwood ha estado ahí, llenando horas de gozo, pasando bultos por la frontera del aburrimiento mientras, despreocupadamente, canta entusiasmado alguna canción de Dean Martin.
César Bardés
No hay comentarios:
Publicar un comentario