El juego de espejos. La devolución de la mirada, de lo que somos, de lo que llegaremos a ser y de lo que no nos gusta de nuestro comportamiento como humanos.
El juego de los espejos. De la apariencia y de la esencia. Del ser y del parecer. De las palabras que no dicen nada y de los sentimientos que te lo cuentan todo... aunque estos vengan de un fantasma. La cáscara de nuez en la que vive Hamlet, joven príncipe heredero del trono de Dinamarca, cascarita que se convierte en su pequeño gran universo tras la muerte de su padre...
Pero la podredumbre asola la vida en Elsinor...
Todo está en el texto. Es sublime, es un compendio de las inclinaciones humanas más loables pero también es un tratado de todo lo despreciable que se encierra en nosotros. William Shakespeare era un gran conocedor de la naturaleza del hombre; un gran humanista puesto que de nuestras pasiones y pulsiones trataban sus escritos. Pero Hamlet es eso y más: tragedia donde cabe la comedia, el teatro dentro del teatro, la corrupción del ser y el enaltecimiento de la apariencia, la futilidad del verbo frente al pragmatismo de la acción. Vida, muerte, poder y gloria, arrepentimiento y pecado... Hamlet, el personaje, somos nosotros con sus dudas, sus contradicciones, sus arrebatos y sus momentos de calma. Hamlet, la obra, es una gracia que nos ha sido concedida y de vez en cuando gozamos con un montaje solemne, respetuoso y afanoso en sorprender, con interpretaciones de gran calado y dispuesto a seguir desplegando las enseñanzas que cuatrocientos años después, esta obra nos regala.
Todo se lo debemos al Bardo, cierto, pero hay que ordenar y mirar con otros ojos. Eso no significa "actualizar" (puesto que el texto ya es suficientemente actual), sino disponer de otro enfoque. Alfonso Zurro y el Teatro Clásico de Sevilla son conscientes de ello y ofrecen un montaje soberbio, pleno de significado y preñado de simbolismos (esa división de los actos cambiando los paños de colores que recubrían el escenario; el negro que presagia el drama, el rojo de sangre, el blanco de la inocencia...). El Hamlet del Teatro Clásico de Sevilla arropa el texto de Shakespeare con una potente escenografía donde el juego de los espejos aparece y los personajes pueden ver su verdadero yo, su sino, para comprender que todo es mentira, que ni el poder lo puede todo, ni las verdades son tan verdaderas. Tal importancia tiene un montaje como el que hemos visto en esta producción de la compañía hispalense, un montaje que complementa al texto y que ya de por sí, con sus metáforas y sus juegos para con el espectador, relata mucho de la diacronía vital del personaje principal (por cierto, impecablemente encarnado por Pablo Gómez-Pando, al que acompaña un elenco solvente sobre el que no hay macula alguna).
Y al final de la función, Hamlet nos devuelve la mirada tras haberlo perdido todo. Y es en ese drama de la pérdida donde percibimos que el statu quo ha vuelto, de que se ha hecho justicia de la forma más injusta posible. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que seguimos remando en nuestra pequeña cáscara de nuez por el piélago de calamidades que es nuestra vida.
¿Ser o no ser?
Definitivamente, estar...
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